Las Cabezas de Hierro son dos de los picos más importantes de la Sierra de Guadarrama por tratarse de los segundos más altos de la misma, después de Peñalara, con una altitud de 2.383 metros. También representan la máxima altitud de la Cuerda Larga, la más importante ramificación de la Sierra.
Se encuentran en el límite entre los términos municipales de Manzanares el Real, al sur, y Rascafría, al norte, en el noroeste de la Comunidad de Madrid.
El nombre les viene a estas cimas porque contienen algo de hierro magnético cerca de las cumbres y, como apunte importante, indicar que esta montaña es una cumbre doble, es decir, son dos picos que están muy cerca uno del otro (700 m les separan). El más alto de los dos es la Cabeza de Hierro Mayor (2.383 m), siendo realmente él el segundo pico más alto de la Sierra de Guadarrama y de Madrid. Su pico hermano es la Cabeza de Hierro Menor (2.376 m).
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Localización: Puerto de Cotos
Tipo de Ruta: Alpinismo
Longitud: 11 kilómetros (aproximadamente)
Duración: 6 horas (aproximadamente)
Época recomendada: Primavera a otoño (en invierno es necesario el uso de crampones y piolet)
Dificultad MIDE: (invierno) →
Equipación mínima: Bastón, mochila, botas de montaña, crampones, piolet, agua… (más info…)
Ruta GPS: Cabezas de Hierro (norte)
Videotrack disponible:
- Según la climatología, la ascensión puede realizarse en cualquier época del año incluso con nieve. Aunque siempre suele ser necesario el uso de crampones y piolet durante el invierno por la cara norte.
- Hay agua potable hasta abandonar los arroyos que caen desde toda la Cuerda Larga. Aunque es conveniente llevar pastillas potabilizadoras.
- Precaución con los canchales cubiertos de poca nieve y con la Ladera de Hielo de los llamados «pulmones«. Puede ser recomendable el uso de cuerda y arnés. En nuestra ruta no será necesario más que prestar atención a los posibles desprendimientos de cornisas.
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Es difícil creerse el día que hace.
Según empiezo mi camino rumbo a la pradera del Pingarrón, camino con la confianza de que, esta vez si, voy a poder culminar un viejo reto invernal que se me ha resistido por dos veces. La primera cuando, hace algunos años, intenté alcanzar estas cumbres gemelas desde el Valle de La Pedriza. Entonces, la densidad de nieve primavera y el largo camino de aproximación lo hicieron imposible.
A pesar de aquel intento fallido, en el que me dejé sangre, sudor y lágrimas, mi determinación por llegar a pisar lo más alto de las Cabezas de Hierro en invierno no disminuyó ni un ápice; y me juré a mi mismo que lo lograría. Por eso, en una segunda ocasión, lo volví a intentar subiendo esta vez desde el norte por los conocidos «pulmones» pero, al no llevar crampones, no pude sobrepasar determinada altura y tuve que retirarme de nuevo.
Hoy me propongo intentarlo una vez más por una norte menos directa (tras algunos años sin hacer ninguna ascensión plenamente invernal, es un desafío que ansío) y que me llevará en parte por el sendero PR-M 27; aunque lo abandonaré a la altura de El Canchal (en el Circo de las Cerradillas) para llegar al Collado de Valdemartín y así superar ambas «cabezas» desde el oeste.
Una ruta más hermosa y menos pisada, con sus laderas de hielo y su soledad casi absoluta.
Tan cerca de la capital del país… Tan lejos del mundo.
A pesar de ser un día laboral (en que, afortunadamente, yo he librado) el Puerto de Cotos está hasta arriba de gente. Padres con sus niños y un montón de «domingueros» de otro pelaje que creen que con algo de ropa y unas lecturas románticas se puede hacer montaña. El «Efecto Decathlon» lo llaman. A cada metro que los dejo atrás, más me adentro en esa montaña solitaria que me gusta y más me entristezco por lo que, entre todos, han conseguido convertir a esta Sierra. Una vez más, un parque de atracciones donde el respeto y el amor por estos parajes es algo secundario.
Nos falta mucha educación ambiental, y algún día lo acabaremos pagando. Solo espero que algún responsable se de cuenta y se empiecen a tomar medidas contra estas masificaciones.
Según dejo atrás el Refugio del Pingarrón, que no visitaré hoy, desciendo al pequeño puente cubierto de nieve que supera el Arroyo de las Guarramillas.
Hay unos cuantos centímetros de manto blanco, pero no me hundo. Su superficie está dura y resulta bastante cómodo el caminar. Seguramente más arriba encontraré hielo y tendré que ponerme los crampones, pero hasta el momento el paseo es increíblemente cómodo.
La señalización blanca y amarilla de la FMM, y la particular del Parque Nacional, me llevan sin problemas por la zona de El Pinar hasta un cruce en donde en mi segundo intentó giré a la izquierda; hoy continúo recto. Hasta aquí no hay pérdida (y en verano no la debería haber hasta el final; pero hoy, con tanta nieve… la cosa cambia). Desde aquí, todo es nuevo.
Mis pies me llevan hasta el paso por tres arroyos que terminan por conformar el Arroyo de las Cerradillas. En condiciones normales la circulación del sendero sería cómoda y no supondría ningún problema el encontrar un vado para cruzar. El problema es que, aquí, casi un metro de nieve me eleva sobre la corriente y el avance se antoja peliagudo. En dos de los tres cursos de agua logro cruzar sin excesivos problemas, pero con el tercero tengo más problemas y me veo obligado a calzarme las cuchillas para, ayudado del piolet, dar un salto que me ancle con seguridad a la otra orilla.
Tras hacer un poco el cabra, continúo siguiendo una traza que por momentos desaparece y que me va llevando poco a poco hacia el Circo de las Cerradillas.
El bosque desaparece en pocas zancadas y el reino de la Alta Montaña madrileña se abre paso.
En alguna ocasión he oído llamar a este lugar como «El Valle del Silencio«, debido a su aislamiento. Siempre me ha gustado esa acepción, y con el día que hace y las condiciones en que se encuentra… sin duda hace honor a su nombre. Me encanta este paraje. Magia y montaña. Soledad y silencio. Hoy estoy feliz como hacía tiempo…
Lo único que me da rabia es haberme olvidado mi cámara de fotos, y tener que hacer la documentación con el teléfono móvil.
Mis pasos se cruzan con las líneas de algunos esquiadores que se han adentrado fuera de las pistas de Valdesquí en días anteriores. Sin duda, es un lugar para perderse.
Yo tengo claro mi objetivo y se que debo continuar hacia mi izquierda para alcanzar la cara norte de la Cabeza de Hierro Menor (2.376 m.). Lo malo es que hace un rato que, por culpa de la nieve, he perdido las marcas del PR, y si no quiero desviarme mucho, voy a tener que hacer otro salto por encima de un arroyo para tratar de localizar una vía lógica de ascensión.
Busco el punto más adecuado y tras superar este nuevo obstáculo atisbo nuevamente algunas huellas sobre una nieve dura que empieza a confundirse con el hielo.
Desde aquí, las cosas empiezan a ponerse interesantes…
La pendiente va inclinándose poco a poco y yo no tengo claro por donde transcurre el sendero original. Algunas pisadas me dan una idea pero las últimas nevadas han cubierto muchas de ellas y sobre la capa de hielo que hay debajo no se adivinan las muescas que los crampones han tallado en él. El día sigue acompañando y yo ambiciono la linea recta que sube directamente por esta cara norte entre Las Cortadillas y El Canchal.
Si, ese último nombre hace justicia a la zona porque en la vez anterior, durante mi retirada, tuve que descender a través del inmenso laberinto de rocas que se desparrama por toda la vertiente, teniendo precaución de no caer en algún agujero tapado por la nieve. Hoy, mucho más cubierto y helado… el camino es mil veces más cómodo.
A medida que avanzo, soy consciente de que un camino más hacia mi izquierda, algo más tendido, sería más cómodo; pero prefiero continuar adelante con mis planes para elevarme lo antes posible sobre Cuerda Larga y desde allí caminar hasta las cumbres.
No obstante, en varias ocasiones debo cambiar mi rumbo al contemplar varias cornisas de nieve que se mantienen sobre mi cabeza en frío equilibrio.
Dudo que hicieran más que arrastrarme sin causarme mayores perjuicios que una retirada prematura. La ladera está demasiado helada como para arrastrar mucha más nieve en un alud de grandes dimensiones, pero hay un par de puntos por debajo de donde no quiero pasar. Esos bloques ya me preocupan algo más.
Así, poco a poco voy remontando una ladera cada vez más inclinada, usando todo lo que conozco sobre progresión en este tipo de terrenos para no dar un mal paso. Cualquier error me haría caer al menos un centenar de metros hasta detenerme por completo, y no creo que tuviera ganas de volver a intentar subir.
Veo las dos cumbres que pretendo alcanzar ya cercanas… y a la vez tan lejanas.
Está costando caminar. Duele. La falta de entrenamiento. Pero aún así… cuan feliz estoy.
Montaña de piel dura y grandes relieves,
bañada siempre en eternas nieves.
Permíteme entrar en tu reino al vuelo
teniendo solo como abrigo el inmenso cielo.
Tras varias paradas para recuperar el fuelle, al fin me encuentro bajo la base cimera de la Cabeza Menor. Siento mis fuerzas renovarse. Lo más difícil está hecho. Mi postura al caminar ya no será forzada y solo es cuestión de minutos el que alcance mis dos objetivos.
Llego a la cumbre de la Cabeza de Hierro Menor dando un paseo. Muy diferente de como se hace en verano que incluso debes echar las manos en algún punto, sobretodo si llegas desde el este. ¡Lo he conseguido! Cuando te preguntas, en medio del sufrimiento de la ascensión, ¿por qué haces estas cosas? ¿Merece la pena pasarlo tan mal en algún momento? Aquí arriba, con estos paisajes y sensaciones en tu corazón, la respuesta resulta evidente…
Desciendo de la primera cumbre del día «cresteando» por una fina traza de huellas congeladas; dejando a mi derecha los riscos de La Pedriza (que empiezan a cubrirse con nubes bajas) y a mi izquierda el Macizo de Peñalara.
Es en estos momentos cuando quizás echas más de menos a tus compañeros habituales de cordada. Gonzalo, en esta arista, habría disfrutado…
Pero según llego al pequeño collado y remonto de nuevo la montaña, me digo a mi mismo que, tras los intentos anteriores, este momento es solo para mi. Y quiero disfrutarlo. Además, la ruta desde el oeste es más cómoda que cuando completé la Cuerda Larga desde el este. Así que, sintiendo crujir el hielo bajo mis pies, con los cristales rechinando al sentirse penetrados por el metal de mis crampones, continúo adelante hasta llegar al vértice geódesico.
¡Cumbre!
Deseada y hermosa.
Las tormentas de las últimas semanas la han tallado en una forma única e irrepetible que solo se conservará en mi memoria y en estas fotografías, pues nunca volverá a repetirse de igual modo.
Ausencia total de viento, apenas frío y un sol de justicia.
Permanezco un rato allí, contemplando el paisaje y deleitándome con lo conseguido.
A mi alrededor… nadie. Pero no puedo evitar compartir el momento con mis niñas. Por ellas vuelvo a bajar, sino quizás me quedara.
Al cabo de un rato, me pongo de nuevo en camino.
Toca deshacer el camino andado pero, para no correr riesgos absurdos, esta vez decido seguir con el GPS la dirección correcta por la que circula el PR-M 27. Está cubierto por la nieve, pero con el instrumental adecuado no puede haber pérdida.
El descenso es rápido y seguro. Los crampones, a pesar de algún susto, agarran bien y voy muy cómodo.
La verdad es que, a pesar de todo, me siento fuerte. Me doy cuenta de que he hecho una burrada y en un tiempo más que razonable para mi estado físico actual.
Una ilusión…
Cuanto más desciendo más noto mis rodillas hacer de nuevo de las suyas. Mis amigos seguramente se habrían dejado caer de culo para resbalar cómodamente hasta abajo, pero la capa de hielo subyacente bajo la fina de nieve reciente lo desaconseja. Podría acelerar demasiado y no poder pararme con la hoja de acero del piolet.
Así que, mis rodillas sufren.
Tras un par de kilómetros, tanto como hacía mucho que no recordaba.
Cuando llego al bosque, el suplicio parece terminar, pero aún me queda por superar de nuevo los arroyos… con sus saltos correspondientes.
Cuando al final me acerco a la pradera del Pingarrón, mis fuerzas están muy mermadas. Hoy ha sido infinítamente más duro descender que ascender. Pero, a pesar de todo, echo la vista atrás y soy consciente de lo que he hecho sin apenas entrenar este año. Y me siento orgulloso. Más aún, como ya he dicho, feliz.
Cuando regreso a Cotos no pienso en la cantidad de gente que allí ha convertido el entorno en un lugar infame donde no quiero estar, sino en la cerveza que me espera, la comida… y el regreso con mi familia para contárselo.
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