La Sierra de la Cabrera es una pequeña estribación rocosa de la Cuerda Larga —uno de los macizos más importantes de la Sierra de Guadarrama —, que conforma el macizo granítico más grande de la zona oriental de esta sierra. Sus altitudes máximas se localizan en el Cancho Gordo, de 1.564 m, y en el Pico de la Miel, de 1.392 m, y su longitud es de aproximadamente cuatro kilómetros.
Nido de buitres y águilas, el melojo (variedad del roble) puebla el llano situado al pie de la sierra sustituido por la encina y el enebro según ganamos en altura. La jara pringosa se adueña del paraje en sus zonas más altas, junto a los berrocales.
Como detalles históricos, mencionar que, bajo el Cancho Gordo, al oeste de la sierra, se sitúa el Convento de San Antonio, fundado entre los siglos XI y XII y construido en estilo románico. Y, entre «las cumbres» del Cancho de la Cabeza, se encuentran los restos del Castro de la Cabeza, que se extiende cuesta abajo, a través de terrazas.
Es probable que sea un poblado ibérico.
La Cañada Real de Extremadura discurre por el entorno de la Sierra de La Cabrera, de norte a sur, y el sendero PR-M-13 lo recorre de este a oeste.
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Localización: La Cabrera
Tipo de Ruta: Senderismo (o escalada en sus diferentes sectores)
Longitud: 10 kilómetros ida y vuelta (aproximadamente)
Duración: 3 horas y media (ida y vuelta con paradas)
Época recomendada: Todo el año
Equipación mínima: Bastón, mochila, botas de trekking y agua. O equipo de escalada, según la actividad (más info…)
Ruta GPS:
Videotrack disponible:
Recomendaciones:
- No hay agua potable en el recorrido, así que es recomendable llevar agua en la mochila.
- Si se realiza la ruta senderista, hay que tener precaución en las zonas de canchal, si nos adentramos por ellas, para no perderse en el laberinto de rocas y tener que realizar pasos peligrosos.
- Prestar atención a las rocas aisladas y elevadas de la sierra. Con suerte podremos ver el despegue de los buitres o las águilas desde sus avistaderos.
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… el extraño sonido del silencio de la roca…
que los oídos no lo escuchan…
pero la imaginación lo siente…
y hace estremecer el alma…
Quince días después me hallo de nuevo en las soledades de «mi» Sierra de Guadarrama.
¿Qué busco? No lo sé…
¿Qué siento? Ansias de soledad. De familiaridad…
He dejado tras de mi el pueblo de La Cabrera, entrando desde la salida 60 de la A-1, adentrándome en unos chalés al pie del Pico de la Miel. He seguido la carretera asfaltada hasta que no he podido más y, tras girar a la izquierda, he seguido el de tierra hasta llegar al mismo fin.
Ahora camino por una pequeña pista de tierra, por donde un buen paisano me ha indicado que debo ir para alcanzar la cumbre del Pico por su cara norte.
Menos mal que me ha indicado bien, puesto que el camino (el PR-M-13), a pesar de estar señalizado por marcas amarillas y blancas, resulta difícl de seguir en estos primero tramos si no se está atento.
Seguid bien el track de la ruta GPS que os adjuntamos…
Un intenso aroma a jara penetra en mi nariz haciéndome tomar realidad de nuevo de estos familiares caminos madrileños, que tantas veces habré recorrido.
Cuan distintos de los senderos de Los Alpes…
Es inevitable para mi hacer comparaciones mientras asciendo por las primeras cuestas de la ruta. Ni por asomo pueden compararse estas peñas con las descomunales dimensiones del Macizo del Mont Blanc o del Gran Paradiso, pero qué bien sabe pisar sus trazas y agarrarse a las vetas de granito de «tus» montañas.
El camino es pronunciado en todo este primer tramo pues subo rápido por entre los pedregales y los arbustos.
Hace calor.
El día ha amanecido ligeramente nublado, pero no corre una pizca de aire; así que, hay bochorno.
Respiro bien mientras asciendo, pero mis piernas parecen gritarme: «¡¿De nuevo estás dándonos caña?!» Parece que estas casi dos semanas de inactividad, recuperándome de las fiebres que me atacaron al volver a España, han pasado cierta factura.
Lo pienso mientras dejo atrás la bifurcación que lleva directamente al Cancho Gordo, y subo en línea directa al Pico de la Miel.
Esta montaña es uno de los santuarios de los escaladores madrileños. Su cara sur es un murallón de unos 200 metros de caída que hace las delicias de cuantos quieren pegarse a la piedra cual lagartijas.
Es algo que, hasta hace bien poco, no me había atraído mucho.
La cara norte es divertida, porque te obliga a subir haciendo gala de tus habilidades como «cabra montesa». Practicando, lo mejor que se sepa, la adherencia a la roca.
Es fácil. Toda la ruta se hace sin echar las manos ni una sola vez.
Al fin llego a la primera cumbre del día y me encuentro un vértice geodésico adornado con banderitas de oración. Siempre me resulta curioso encontrarme estas cosas en pequeñas montañas españolas…
Por debajo de mi el ruido de la carretera de Burgos le quita encanto al paisaje, y los destellos del sol sobre las aguas del Embalse del Atazar, se lo devuelven.
Es una cumbre bonita, pero no me detengo mucho rato y bajo por otra vertiente para coger el PR un poco más adelante.
Tengo que adivinar el mejor camino de descenso por el canchal de rocas, pero enseguida me encuentro en el prado y sigo mi camino.
Por delante de mi, grandes peñas y nubes amenazadores más allá de Cuerda Larga. Por detrás, la visión del Pico de la Miel precipitándose hacia el sur.
Dejo volar mis pensamientos mientras camino, pasando por un curioso tunel que los arbustos han formado al crecer en demasía. Nada se escucha a mi alrededor, ni siquiera un leve murmullo proveniente de la autopista.
Echaba de menos esta sensación.
Los Alpes son increíbles. Maravillosos. Y, sin duda, volveré a ellos para seguir escalando montañas allí. Pero no se pueden comparar con las montañas que he pisado desde chico en España.
Quizás a la gente de fuera no les resulten atractivas. Quizás no sean extremadamente altas. Pero si quieres, son solitarias. Y, nadie puede negarlo… son hermosas.
Te recompensan con algo que quizás el «circo» de algunas zonas de los Alpes no te ofrece. Una extraña comunión con la naturaleza, que debes buscar en otros macizos alpinos o de otros paises. Pero no en las aglomeraciones de sus picos más famosos, en temporada alta.
...el extraño sonido del silencio de la roca…
Y son pocos hombres que realmente
pueden escucharlo…
Y son aquellos que viven soñando….
y ven la belleza en la roca
Mientras me deleito en el camino, más bonito aún de lo que habría cabido esperar, con numerosas y extrañas formaciones rocosas, veo que unos hitos salen a mi izquierda para dirigirse a una segunda cumbre, situada en la zona de «las Agujas».
Creyendo encontrarme ya en el Cancho Gordo me desvío y comienzo a trepar por ellas.
Tan solo un par de veces he de lanzar las manos, más para equilibrarme que para ayudarme.
Sin duda es una ascensión bastante divertida pero, cuando me encuentro en la cumbre me doy cuenta de mi error y decido bajar por otra vertiente para adelantar nuevamente en el camino.
El canchal es, en esta ocasión, más laberíntico si cabe que el anterior.
Hay que leer muy bien la piedra para no meterse en una situación muy comprometida y, a pesar de todo, llego a un punto en el que, o realizo un rápel de un par de metros o me deslizo un metro y salto otro.
Por no sacar la cuerda y el arnés, me decido por esta segunda opción y acabo tropezando al caer al suelo, para terminar con el trasero entre las ramas de un árbol, y arañado en media docena de sitios.
Error. Aunque sin consecuencias.
Salgo del atolladero, saltando unas últimas peñas, y retomo el camino con la vista puesta ya en la cumbre del Cancho Gordo.
La mañana avanza y el día clarea.
De vez en cuando, incluso, una ténue brisa me acaricia el rostro y me alivia del calor.
El último tramo del camino es quizás el más espectacular. A pesar de la poca altura de esta sierra, esta zona ofrece un paisaje casi alpino. Con enormes diedros salidos, casi, de un paisaje de fantasía medieval.
Dedos y agujas de roca me flanquean y allá arriba, en lo más alto, una enorme roca tenida de blanco se distingue de las demás. Cuatro o cinco carroneros otean el horizonte en busca de alguna presa, y dejan la piedra teñida con sus excrementos.
Uno de ellos emprende el vuelo de repente y sus alas casi abrazan por completo a sus compañeros.
Espectacular…
Me llevo esa imagen conmigo mientras llego al Collado del Arroyo Alfrecho, desde donde podría llegar al Convento de San Antonio, situado más abajo, al sur.
Sin embargo, mis pasos me llevan hacia arriba, siguiendo unas zetas que me harán cruzar por entre dos gigantescos peñascos para trepar después por entre unas rocas, hasta llegar a un pequeño prado de altura. Estoy junto al Cancho de la Cruz, a pocos metros de coronar mi último objetivo del día.
Esta última trepada puedo realizarla de nuevo caminando, sin echar las manos ni una sola vez. Pero, quizás, para más seguridad a alguno le vendría bien mantener el equilibrio gracias a ellas, si lo ve necesario.
Me sorprende encontrar una vieja construcción medio derruída en la cima. El vértice también se encuentra por los suelos.
Mi cuerpo hace rato que ha entrado en calor y ya no siento molestia alguna. «Cuantas diferencias», pienso. Pero ahora tan solo me siento a comtemplar el paisaje.
Y allí quedo… escuchando el silencioso canto de las rocas.
Tras unos minutos, empiezo el descenso, pero esta vez por la cara norte, atravesando un pequeño murete de rocas. Esta senda se presentará menos espectacular que la otra, pero será más agradable.
No obstante, decido abandonarla un poco más adelante ya que me está alejando demasiado del Collado, y tampoco quiero perder mucho el tiempo.
Una vez recupero la vereda del PR, deshago el camino andado y vuelvo sobre mis pasos con el sol golpeándome la cabeza. Se acerca el mediodía, y la ola de calor que entra mañana desde el Sáhara empieza a notarse en el ambiente.
El camino de regreso no tiene mucho que mencionar.
Quizás, únicamente, lo espectacular de ver tres enormes aviones de pasajeros dirigirse hacia Barajas desde las montañas y creer que casi puedes tocarlos de lo bajo que vuelan.
He vuelto a encontrar algo que no descubrí, al menos por ahora, en Francia o Italia. Y con eso me voy más que satisfecho.
Según bajo hasta el coche hace más y más calor, y corre menos aire.
Por ello, mi última acción es detenerme en el Cancho del Águila, un bar de carretera muy conocido entre los escaladores madrileños, a tomarme una refrescante cerveza.
Parece que también saben mejor aquí…
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