Los Picos de Busampiro, o Peñas de Rucandio, son dos montañas simétricas situadas en Cantabria, en las estribaciones de los Montes Pasiegos. Los nombres de cada una de ellas, de forma individual, serían los de Cotillamón y Marimón, aunque popularmente se las conoce mejor en toda la región como Las tetas de Liérganes o de la Angustina.
La primera de ellas está ubicada en el municipio de Riotuerto mientras que la cima de la segunda es vértice fronterizo entre aquel y el municipio de Liérganes.
Cotillamón y Marimón son dos cimas muy próximas la una a la otra y se encuentran a una altitud de 399 y 400 metros respectivamente sobre el nivel del mar. El concepto de «montaña» es siempre muy relativo ya que, con esta altura podrían ser consideradas simples cerros en otras latitudes; sin embargo en los Valles Pasiegos, de poca altitud pero características de alta montaña, son pequeñas montañas por derecho propio por su constitución, su desnivel y su personalidad. Bordeadas al oeste y el sur por el Río Miera, geológicamente se trata de dos afloraciones calizas que despuntan en una geomorfología kárstica, con algunas dolinas salpicando su paisaje cercano, muy característica de gran parte del Valle del Río Miera.
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Localización: Liérganes
Tipo de Ruta: Montañismo
Longitud: 4 kilómetros (aproximadamente)
Duración: 2 horas
Época recomendada: Todo el año
Equipación mínima: Bastón, mochila, botas de trekking y agua. (más info…)
Ruta GPS:
Recomendaciones:
- No hay agua potable en el recorrido, es recomendable llevar 1l. de agua en la mochila aunque el pueblo esté muy cerca para reponer.
- Casi todo el camino transcurre por caminos públicos, aunque en algún momento quizás tengamos que atravesar un muro o alambre. Si nos encontramos con algún granjero, con amabilidad se llega a todas partes.
- Ojo precisamente con esos alambres que marcan las fincas, suele ser habitual que estén ligeramente electrificados (aunque no parece ser el caso en esta ruta). Asímismo, es recomendable llevar un buen calzado con suela adherente: en los prados, aún en verano, la hierba húmeda suele estar bastante resbaladiza.
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Aquí me hallo, de nuevo en mi querida «tierruca», para pasar unos días de asueto con mi familia y para que mi peque recién nacida vaya descubriendo parte de sus raíces.
Tras casi tres meses sin hacer montaña por la llegada de mi niña me hubiera gustado hacer una ascensión express a las Montañas Campurrianas que, según veníamos desde la Meseta, se veían aún nevadas. Pero la logística y la necesidad de no ausentarme mucho de casa todavía, me ha derivado a otras montañas más cercanas y también queridas: los Montes Pasiegos.
Concretamente a dos pequeños picachos muy queridos por mi, y muy soñados desde niño: las afamadas «Tetas de Liérganes«.
Mientras comienzo mi camino cerca de la estación de tren, en dirección a la calle de San Martín, recuerdo las excursiones que hacíamos con mis padres a este hermoso pueblo, para pasear por sus calles y comer chocolate con churros.
No obstante, a pesar de disfrutar con los olores de estos verdes campos, el sonido del Río Miera o la Leyenda del Hombre Pez, mi mirada siempre se dirigía a los dos picos que dominaban la villa; y sobre ellos me preguntaba si alguna vez los subiría para ver qué había detrás.
Tengo en el alma raíces y alas,
que cielo y suelo
a conquistar me llaman…
Si alguna montaña despertó en mi el interés por subir a las alturas, por saber que había más allá del horizonte… por soñar con que habría allí arriba… fueron estas. Y por ello hoy estoy muy contento de poder subir a sus cumbres, aunque sea con tanto retraso.
El día se ha levantado bueno pero con calima, y esta luz casi hace que la campiña se torne mágica. Etérea.
Mientras camino por la «calle» asfaltada (la cual no abandonaré, siempre ascendiendo) me empapo de los olores del campo y de los animales mientras veo a lo lejos mi objetivo. En estos montes y valles, que algún día estuvieron bajo el mar, y que a pesar de su modesta altura se los considera paisaje de alta montaña, siento mis auténticas raíces. Siento que parte de mi corazón y mi alma pertenecerán siempre a esta tierra…
Me dejo llevar por mis recuerdos mientras dejo atrás un par de explotaciones ganaderas y serpenteo por la calzada siempre en progresión ascendente. Desde Liérganes puede llegarse hasta el Barrio de Rucandio y desde allí tomar una pista de tierra que llega hasta estas cumbres. Además hay otra pequeña carretera que sale desde el Puente Romano también hasta arriba; pero yo he decidido una ruta más directa aunque incierta, porque no se si podré pasar por alguna valla que quizás me encuentre más arriba.
Tras quince minutos realizo el primer desvío importante nada más llegar a otra granja en donde puedo contemplar un granero más típico de centroeuropa que de España.
En este punto abandono la calzada principal y tomo una pequeña vereda a mi izquierda que combina el firme de cemento con la tierra, y que asciende a través de un bosquete.
Vuelvo de nuevo a pasar por un par de granjas (una de las cuales tiene otro hermoso granero, este cubierto casi por completo por la hiedra) y veo cada vez más cerca la cumbre del Cotillamón. Parece hasta aquí una ascensión fácil, pero la continua pendiente, el calor y la humedad, hacen mella en cualquiera.
Mientras subo veo como las fincas colindantes están todas valladas, y me pregunto realmente si acabaré dándome la vuelta o podré pasar a la zona de cumbres. Cuando al fin llego a la última granja, encuentro la respuesta…
Una valla con candado me corta el paso, pero el muro de piedra que debería protegerla está derruído.
No hay nadie en la granja. Parece no utilizarse de forma continuada. Por tanto, salto el muro y entro en la pista forestal que debe venir de Rucandio. Si hubiera habido alguien habría pedido permiso para pasar, pero la ausencia de gente me facilita mucho las cosas.
El camino por aquí ya me resulta más cómodo al ser una senda de tierra y roca. Pero no puedo evitar desabrigarme un poco ya que voy empapado en sudor.
Sigo ascendiendo y me llama la atención que el bosque que debería cubrirme está quemado. No parece que haga mucho tiempo de ello y eso me entristece. Aunque del suelo vuelve a brotar la vida, el daño en la zona es evidente y eso llega a cabrearme un poco.
La trocha, bien definida hasta llegar a un hermoso prado verde a los pies de la primera «Teta», se encuentra en un par de ocasiones delimitada por vallas de alambre. Las cruzo con cuidado porque conozco la costumbre de muchos lugareños en colocarles pequeñas cargas eléctricas. Aunque, finalmente, no sea este el caso.
Frente a mi se encuentra el Cotillamón, el más bajo de los dos picos, y me elevo a su cumbre sin tener que echar las manos pero prestando atención a donde pongo los pies para evitar un resbalón. La hierba y el brezo están aún muy húmedos y me puedo pegar una caída maja…
Cuando al fin llego, frente a mi se abren las vistas del resto de Montes Pasiegos y de este pequeño, pero hermosísimo macizo de roca caliza.
Respiro hondo y la emoción me embarga. A pesar de su baja altura, este lugar recompensa al montañero con un paisaje digno de otros lugares más reconocidos.
Veo a lo lejos Porracolina (mi siguiente ascensión programada para esta zona) y más allá, el imponente Castro Valnera que ascendí el verano pasado y del cual tengo muy buenos recuerdos.
Me giro 180º y dejo mi vista volar hacia el mar. La neblina casi no me permite distinguirlo, pero atisbo a ver el Palacio de la Magdalena en Santander. Debajo de mí un tren sale hacia la capital con su peculiar soniquete de vía estrecha. Y desde el Puente Romano de Liérganes quizás haya un niño mirando ahora hacia arriba y preguntándose qué se ve desde aquí arriba. Mis ojos ya lo saben al fin, y mi corazón lo retiene para siempre.
… Amo esta tierra:
soy viento, soy río, soy hierba.
Amo los campos, praderas y valles.
Ciudades, montañas, pueblos y mares.
Tras un rato haciendo fotos y dejándome, de nuevo, llevar por mis recuerdos de infancia, decido encaminarme hacia la siguiente «Teta»: el Miramón. La más elevada de las dos.
El paso por el collado es rápido y, aunque debemos cruzar de nuevo por unos muros o unas vallas de alambre, el paso es cómodo. Estos están ahí para impedir que las vacas se escapen, pero no para que nosotros pasemos.
El sonido de los cencerros me acompaña…
En la cima del Miramón encuentro los restos de una pequeña edificación. Me pregunto, ¿qué sería? Quizás un puesto de vigilancia forestal, o un pequeño refugio para algún ganadero… ni idea.
Mientras me hago esas preguntas no puedo evitar contemplar el resto de picos del macizo. Esa familiar sensación de aventura me empieza a picar en las tripas y me insta a que me vaya a recorrer el macizo. Que no tardaría tanto. Sin embargo, la responsabilidad me puede. Puedo intentar llegar al siguiente picacho, pero no a los últimos. Peña Lavante y Peña Redonda están lejos, y sus collados me exigirían demasiado tiempo en bajarlos y subirlos desde aquí.
Echo un vistazo a posibles caminos por los que pueda subir en otra ocasión y los memorizo para futuras excursiones.
De momento, me voy a acercar tan solo al siguiente, que mi GPS marca como el Cerro de Ortigales (438 m.), y allí concluiré mi ruta de hoy.
Este pequeño cerro es una clara muestra del paisaje pasiego de montaña. Cláramente kárstico, sus piedras están labradas por el agua y forman agujas y coladas de una belleza sin igual. Me consta que en muchos de estos parajes existen entradas a cuevas que llegan a conformar el mayor conjunto de cavidades de Europa (algunas de ellas habitadas desde tiempos prehistóricos).
Esta última parte de mi ascensión resulta un poco peliaguda y hay que andarse con cuidado para ir de roca en roca. Un mal paso puede provocar una torcedura o algo peor.
Al final, tras diez minutos de crestear (como le habría gustado esta última parte a mi compi Gonzalo), alcanzo la cumbre y me doy por satisfecho. Sigo memorizando cada cumbre, cada roca, cada brizna de hierba y doy media vuelta para iniciar el retorno por el mismo camino, para no dar demasiados rodeos.
Toca volver a Santander. Bajar hasta la «Cota Cero«.
Pienso de nuevo cuanto daría de mi vida para poder vivir aquí, pero trato de no amargarme mucho con eso ahora. He cumplido un viejo anhelo de niño y es hora de volver con mi niña para contárselo, y hacerla soñar con que quizás ella, algún día, pueda subir aquí con su padre…
Aunque antes de eso, puede que me tome unos churros para desayunar en «El Cantábrico«, allá en el pueblo…
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