Peña Trevinca es una de las cumbres de la Sierra Segundera, en los Montes de León del Macizo Galaico-Leonés; unas montañas realmente viejas – y bastante desconocidas para la mayoría de montañeros foráneos – que alojaron uno de los glaciares más antiguos y grandes de la península (desaparecido hace tan solo 10.000 años). Se encuentra en el límite provincial de Orense y Zamora, con una altitud de 2.127 msnm. y es considerado por muchos como el «dosmil» más occidental de toda la Cordillera Cantábrica.

Peña Trevinca es el pico de mayor altitud dentro del territorio de Galicia y de la provincia de Zamora en Castilla y León.

El acceso (quizás) más bello se realiza por la vertiente zamorana, siendo la referencia más clara la localidad de Puebla de Sanabria. Debemos adentrarnos desde allí en el Parque Natural del Lago de Sanabria donde encontraremos el mayor lago de origen glaciar la Península Ibérica y, tras unos 15 km., nos desviaremos por la ZA-103 hacia San Martín de Castañeda para continuar por la carretera que asciende hasta el aparcamiento de la Laguna de los Peces.

Esta comarca es poco arbolada merced a unas condiciones poco favorables y a haber sufrido una intensa deforestación en el pasado. Sólo en la vertiente de Sanabria hay robledales de consideración en el pie de monte; el resto, está poblado por pasto de montaña y diverso matorral, como arándano, brezo… etc. Además, la vertiente norte está especialmente castigada por las explotaciones mineras a cielo abierto.

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Localización:  San Martín de Castañeda (aparcamiento de la Laguna de los Peces)

Tipo de Ruta: Montañismo

Longitud: 24 kilómetros (aproximadamente)

Duración: 9 h

Época recomendada: Verano

Dificultad MIDE:  →

Equipación mínima: Bastón (2), mochila, botas de trekking y agua. (más info…)

Ruta GPS: Peña Trevinca

Videotrack disponible:

Recomendaciones:

  • No hay agua potable en el recorrido (aunque encontremos fuentes, hay ganado en las proximidades). Es recomendable llevar agua en la mochila para una ruta tan larga y/o pastillas potabilizadoras si se recoge agua de algún arroyo.
  • Existe un alojamiento en San Martín donde poder pernoctar, ya que la duración de la actividad hace que sea recomendable el uso de, al menos dos días: Refugio de San Bernardo. Si no, hacia la mitad de la ruta, contamos con un refugio libre (caseta de cazadores y pescadores) llamado Refugio de Tío Pedro.
  • Conviene llevar botas de caña alta y bastones ya que el Valle del Tera suele estar encharcado o enfangado incluso en verano, y puede que tengamos dificultades para progresar..

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Cuando un hombre consigue llevar al bosque un alma atenta, se entera de muchas historias. No hay que hacer otra cosa que mirar y escuchar, con aquella ternura y aquella emoción y aquel afán y aquel miedo de saber que hay en el espíritu de los niños.

El bosque animado

Apenas una semana después de ascender el Moncayo, me encuentro abandonando mi «campo base» vacacional en las Arribes del Duero (un paraje bastante desconocido para la mayoría y de una belleza «antigua» como pocos lugares en España poseen) para cruzar algunas de las zonas más deprimidas de nuestro país, como son los páramos sayagueses o la comarca de Aliste.

Su soledad y aparente «pobreza» son evidentes, pero son de las tierras más hermosas que he tenido el gusto de recorrer. Atardece y el cielo amenaza lluvia, dotando al paisaje de un extraña aureola… como si me adentrara en un lugar mágico y solitario en donde de todo puede suceder.

Reconozco que viajo intranquilo porque la ruta va a ser larga y, aunque tengo un margen de buen tiempo para intentarla, son muchos meses de falta de costumbre montañera; y quizás pague el atrevimiento de intentar así uno de los techos de España que aún me faltan en mi proyecto de los «17 Picos» con alguna tara física o un buen chaparrón sobre mi cabeza.

Solo al llegar al aparcamiento de la Laguna de los Peces, donde pasaré la noche para iniciar la ruta en plena madrugada, con la fresca, y estar así de vuelta a la hora de comer, es cuando me relajo y me encuentro por fin en mi salsa.

Antes que se ponga el sol, identifico el camino que tendré que remontar dentro de unas horas en dirección a una caseta situada en las faldas de Peña Cabrita (1.903 m.); y entonces solo me resta esperar a que el tiempo acompañe.

Mis dudas poco a poco, se despejan. El lugar es precioso, y eso que aún no he visto nada en realidad.

Pase lo que pase… lo intentaré.

La noche transcurre sin novedad. He sabido apañarme un buen sistema para dormir en el coche y cuando apenas se adivinan los rayos del sol, me pongo en marcha.

Hace bastante frío, y en las primeras cuestas camino abrigado; aunque enseguida me quito capas de ropa al empezar a sudar en exceso debido al esfuerzo de la subida. Empiezo a notar un pequeño dolor en mis rodillas que me acompañará todo el trayecto. No parece el habitual, sino uno más producto de un golpe con la cama de mi hija… pero no deja de preocuparme.

No hay tregua en el comienzo.

Ha amanecido ligeramente nublado, pero tan solo he tenido que usar el frontal un par de veces para no perder la traza en la noche. Prefiero que los ojos se acostumbren a la oscuridad y al tenue clarear. Una vez que llego a la amplia rodada para vehículos autorizados y caballerizas, no hay pérdida.

Este altiplano parece inhóspito a estas horas, y más con este clima. Sin apenas más vegetación que simples pastos empapados. Por un momento me imagino estar en las estepas rusas en vez de en Zamora, y solo confío en que el tiempo mejore o la cosa se me va a complicar.

El camino cuenta con balizas azules desde el aparcamiento hasta la base de Peña Trevinca, así que no hay mucha pérdida; menos aún cuando me topo con el cruce del GR-84 y se que debo seguirlo para bajar al valle del Río Tera.

Poco más adelante, al empezar a descender, ya debería ver mi objetivo al final del largo valle, pero las nubes cubren las cumbres y no puedo ver a donde me dirijo. Aunque ahora no me de cuenta, esto me supondrá en realidad una ventaja, porque ahora mismo no soy consciente de cuantísimo camino me queda aún por delante y así… mi cabeza mantiene la motivación.

A pesar de las amenazantes nubes, el paisaje me sobrecoge. Puede verse claramente la forma del glaciar que hasta hace no mucho (en términos geológicos) talló lentamente todo este espectacular lugar. Me acuerdo de mis habituales compañeros de montaña que, desgraciadamente no han podido acompañarme esta vez tampoco.

Les añoro. Cómo les habría gustado esta ruta…

Dejo tras de mi la única fuente que localizaré en mi devenir, y continúo descendiendo sin poder evitar pensar en que toda esta bajada la voy a tener que remontar a la vuelta… bastante más cansado que ahora.

En cambio, camino sin cierta preocupación por el estado del cielo en realidad. Las nubes parecen agarradas a las cimas y no hay más por encima de estas. Espero que cuando el sol caliente algo más, se rompan y me dejen al menos una oportunidad de llegar a Peña Trevinca con el cielo despejado.

Tras cruzar el Arroyo de Riopedro por un vado, certifico cuanta agua ha caído este año y solo espero que el valle no esté muy encharcado. Ahora mismo, junto al constante runrún en la rodilla, es mi mayor preocupación por el retraso que pueda causarme…

Incluso, puede llegar a hacerme desistir en mi empeño.

Poco antes de llegar al refugio libre de Riopedro, me encuentro con las únicas personas del día (un club excursionista), con sus caras denotando cansancio y en algunas… frustración. Prefiero no pensar en el por qué.

Situo la edificación a mi espalda y bajo hasta el río, donde localizo fácilmente el puente que debo cruzar para dejar después el Tera siempre a mi derecha, mientras me adentro en el valle.

Poco más adelante, encuentro otra señalización que desvía al GR-84 hacia el cercano Embalse de Vega del Conde y, desde allí, al Lago de Sanabria. Ahora solo debo seguir, de nuevo, las balizas azules que me conducirán únicamente hasta la base de la montaña. Después, para ascenderla, deberé encontrar la senda correcta bajo la niebla, o los hitos que los montañeros hayan dejado antes que yo.

Reconozco que el camino hasta aquí ha sido bastante cómodo. Aunque largo, ha sido más un paseo que otra cosa; sin llegar a suponer un esfuerzo tremendo. Sin embargo, no me hago ilusiones, como no veo lo que me queda por delante presupongo que lo más duro está por llegar (y eso sin contar el regreso).

No obstante, sin darme cuenta, remonto el valle y gano altura poco a poco.

Hay mucho ganado en la zona. Para estas vacas y caballos esto debe ser lo más cercano al paraíso que debe haber; y yo tan solo me dejo llevar por el gusto de caminar a su lado sin excesivo calor y empapandome de sensaciones que he dejado aparcadas durante demasiado tiempo. Respirando las historias que cada brisa me trae de este lugar y sus habitantes.

La única dificultad que encuentro es debido a, como me temía, el encharcamiento y enlodado de ciertos tramos del camino. Este año ha llovido mucho al final del invierno y en primavera; todo ello sumado a las nieves que han debido caer en abundancia por aquí hacen que el terreno, ya de por si propenso y lleno de tollos, esté bastante húmedo

Afortunadamente, logro superar cada escollo con un poco de habilidad y juego de bastones, y no me retraso apenas nada en mi camino.

Así, llego a la Majada de Trevinca y empieza lo más dificil: la ascensión.

Por un momento, las nubes han querido abrirse y me han dejado ver lo que probablemente es la cima de Peña Trevinca. Sin referencias, no lo tengo claro aún. Pero asumo que no me queda mucho en realidad, así que lo afronto con aplomo. Son únicamente las nubes que veo hacia el norte las que me preocupan… porque esas no parecen neblinosas, sino más densas.

Miro una vez atrás y me vuelve a impactar la belleza este lugar recóndito. Podría estar a miles de kilómetros de mi hogar y, ahora mismo, me daría igual.

El brezo y el piorno flanquean mis pasos y tratan de ocultarme el camino. De un momento a otro empiezo a sentir al fin las piernas, trabajando en cada metro ascendido, y el calor de un sol que ha logrado superar la altiplanicie que recorrí de noche y comienza a caldearlo todo.

Como si, una vez más, la montaña quisiera recompensar mi esfuerzo y mi soledad (no hay nadie a menos de tres horas de camino de mi), las nubes se abren definitivamente y comienzan a alejarse.

Por fin veo la cumbre. Una pequeña piramide rocosa que se resiste a soltar su manto húmedo.

Mi cabeza piensa que está muy cerca del final del camino, pero las piernas le dicen otra cosa y, de hecho, es esta parte final la que se me hará más larga de toda la ruta. Es como si todos estos afloramientos de cuarzo parecieran más largos de lo que en un principio se me antojaron.

Y así, poco a poco, sin ninguna dificultad técnica pero con paso muy cansino, logro alzarme sobre el techo de Galicia, tachando una cumbre más de ese proyecto vital que me tiene ocupado desde hace años.

Quizás sea absurdo mencionarlo y puede que el lector piense, «menuda tontería«, pero por un segundo y tras todas las dudas que había tenido para llegar hasta aquí en solitario… me emociono. Trato de contener unas tontas lágrimas que pugnan por brotar y tan solo me permito un aullido de júbilo mientras me elevo por encima de la cruz de cemento que se haya caída en la cumbre.

A sus pies, un pequeño buzón metálico contiene las loas y alabanzas a semejante belleza geológica.

Y hacia el oeste… la verde tierra celta de los galaicos. Desde aquí, en línea recta hasta América: nada más alto que este punto sobre el que me encuentro. Al borde del fin del Camino.

Al borde del fin del viejo mundo…

Por el norte, un mar de nubes pugna por penetrar hacia el valle que acabo de recorrer.

No creo que descargue agua, pero según avance el día puede estropearse el asunto tal y como avanzaban las predicciones; así que tampoco es plan de detenerse mucho.

Como algo mientras disfruto de las vistas de los últimos neveros del año. Del pico de Peña Negra (2.121 m.) al que me gustaría ir pero que me restaría demasiado tiempo, o el Moncalvo (2.044 m.) hacia el sur.

A mis pies se puede ver claramente la hoya glaciar del Alto de la Surbia y, con un poco de imaginación, puedes llegar a intuir como el hielo lo llenaba hace miles de años.

Y empiezo a bajar.

Gracias a la diosa fortuna, ese dolor constante que llevo en la rodilla no va a más gracias al uso de mis dos bastones; y la vuelta por el valle tampoco me supone mayores contratiempos que antes. En tan solo 30 minutos, como al venir, llego al puente que cruza el Tera y, de ahí, al refugio.

Es ahora donde espero que mis temores no se confirmen y el regreso en ascenso no se me haga muy duro.

Increíblemente, no sucede nada de lo recelado. Encuentro un ritmo cómodo (no deja de resultarme gracioso como ahora está de moda – e incluso le han dado el nombre de «Marcha Nórdica» – un paso que los que hacemos montaña llevamos haciendo toda la vida y que nos ha llevado de un lado para otro) y casi parezco «embalado» hacia arriba.

Las sensaciones son bastante buenas…

Finalmente, a estas horas, veo toda la distancia recorrida; con el valle glaciar y Peña Trevinca al fondo. Ciertamente, si lo hubiera contemplado por la mañana me habría desanimado un poco.

Encuentro aquí a un tipo, vestido de blanco con una minibotella de agua y zapatillas deportivas, bajando ligero y afirmando ir hasta el techo gallego. Le aconsejo que mejor que no, que sin bastones y botas se puede encontrar con un problema algo enfangado; pero decide intentarlo y sigue su camino hacia abajo.

Poco más puedo hacer.

La inconsciencia existente en los últimos tiempos con la montaña (lo que se ha dado por llamar «Efecto Decathlón o Efecto Calleja) no tiene límites.

Espero que no le pase nada.

Tras una vuelta sin incidentes reseñables, y tras dejar de lado a otro montón de rebaños, veo el aparcamiento donde descansa mi coche y me digo a mi mismo que las sensaciones han sido mejores que las imaginadas. Es un trabajo bien hecho.

Quizás podría estar mejor entrenado, pero es lo que hay; me siento fuerte. Alguna carrera por los montes del Odenwald en unos días y los Alpes bávaros… el Zugspitze, cumbre de Alemania, me esperan.

Pero ahora tan solo me resta volver a casa con la familia para llegar a tiempo de darme un chapuzón en la piscina municipal y, en vez de celebrarlo con cerveza… esta vez lo haré con un buen vino de Arribes.

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Lago de Sanabria