La Pedriza es una zona de gran interés geológico, paisajístico y deportivo situada en la vertiente sur de la Sierra de Guadarrama a la que se accede desde Manzanares el Real, un municipio ubicado en el noroeste de Madrid. Este canchal berroqueño es el mayor conjunto granítico de Europa y en él se agrupan numerosos riscos, paredes rocosas, arroyos y praderas.

Las 3.200 hectáreas que ocupa aproximadamente La Pedriza están dentro del Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares, uno de los espacios protegidos más grandes de la Comunidad de Madrid.

Las acciones mecánicas que se han ejercido sobre estas rocas durante millones de años han conformado formas muy curiosas y atractivas, sobre todo para los escaladores, ya que cuentan con cerca de mil vías de escalada y de todas las dificultades. El senderismo es otra actividad muy practicada en La Pedriza

Precisamente, una de estas rutas senderistas es conocida como El Camino de las Zetas, un recorrido que nos lleva durante aproximadamente unos 30 kilómetros recorriendo casi toda la Pedriza Posterior. Se trata de una pista forestal que puede realizarse a pie o, como está más extendido: en bicicleta.

Al igual que hice con la Ruta de Áliva, aunque esta no se trate de una vía a cumbre (a pesar de su dificultad), la he incluído porque merece la pena recorrer esta zona de la sierra madrileña:

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Localización: Manzanares el Real

Tipo de Ruta: Trekking

Longitud: 30 kilómetros (aproximadamente)

Duración: 10 horas (aproximadamente)

Época recomendada: Todo el añomide_ZetasPedriza

Dificultad MIDE: 

Equipación mínima: Bastón (raquetas de nieve), mochila, botas de montaña, agua. (más info…)

Ruta GPS:

Camino de las Zetas de la Pedriza

Recomendaciones:

  • Según la climatología, la ruta puede realizarse en cualquier época del año incluso con nieve, pero llegado ese caso sería necesario llevar unas buenas raquetas de nieve para progresar mejor.
  • No hay agua potable en todo el recorrido. La ruta es muy larga y debéis proveeros al menos de 3 l. de agua.

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Dice una antigua leyenda que, antiguamente, habitaban dos gigantes en la Sierra: uno en la Pedriza Anterior y otro en la Pedriza Posterior. Vivían tranquilos dedicados a la escultura de la piedra hasta que un buen día, sin que nadie recuerde el por qué, se pelearon.

Para la lucha dieron vida y armaron a los riscos.

La primera batalla la ganó el gigante de la Pedriza Posterior ayudado por sus guerreros desde sus torres, y para celebrarlo erigió el Risco de la Bota.

Al cabo de un tiempo, se produjo otra batalla y, en esta ocasión, fue el gigante de la Pedriza Anterior quien se alzó con la victoria con la ayuda de la gran maza y de sus fantasmas. Plantando, como signo de esta victoria, su gran Yelmo en lo alto de sus dominios.

No obstante, viendo lo inútil de tanta lucha, los gigantes decidieron firmar la paz y marcaron el límite entre sus dominios con una gran piedra… el Canto del Tolmo. Erigido como guardián de esa paz a este centinela, que desde entonces vigila que se cumpla ese tratado.

Hoy… la ciudad de los hombres todavía duerme.

El sol comienza a despertar.

Las cumbres nevadas de Guadarrama cambian sus colores mientras me aproximo. De azul a violeta. De Violeta a Naranja…

El espectáculo es sobrecogedor, y mi memoria rememora esta leyenda que probablemente nunca fue cierta… ¿o si?

Me dirijo por la Avenida de la Pedriza, en Manzanares el Real, hasta lo más profundo de la Pedriza Anterior, siguiendo el curso del Río Manzanares. ¿Mi objetivo principal? Intentar alcanzar la cima de las Cabezas de Hierro (2.383 m.) en solitario desde aquí. A estas horas de la mañana no soy consciente aún del curso que van a tomar los acontecimientos y de lo que voy a sufrir para volver hasta el coche…

Comienzo a remontar el río en dirección al Canto Cochino dejando a mi vera los distintos saltos de agua y lagunas que salpican todo su cauce. Este año ha sido propicio en nieve y lluvia, y el río viene crecido. Tan solo su rugido me acompaña rompiendo la quietud del campo. Debemos estar a un par de grados bajo cero, porque incluso tengo que salvar algunas resbaladizas placas de hielo en el camino.


No tardo ni media hora en cruzar el río y alcanzar el bar que ambienta el Canto Cochino. Frente a mi, mi objetivo: las cumbres nevadas. Parecen más lejanas de lo que recordaba… no sé yo si lograré llegar.

Eso si, desde luego, el paisaje es impresionante.

Empiezan a aparecer algunos «turistas» dispuestos a escalar o a hacer algunos de los múltiples senderos que pueblan la zona. Yo continúo por la pista asfaltada hasta llegar al último de los aparcamientos. Desde aquí, mi camino me lleva a la derecha, paralelo al río, y, tras cruzar un pequeño puente, comienzo el camino real de las Zetas de la Pedriza. A mi izquierda, el ganado pasta tranquilo. A mi derecha el río resuena con virulenta fuerza en las pequeñas cascadas cercanas a la Charca Verde.

El camino poco a poco va perdiendo el asfalto, siendo sustituído por un firme de tierra. Varios senderos salen hacia el río, pero mi camino me lleva ahora siempre hacia arriba y a la izquierda.

Tras una primera «zeta» llego a la primera de las fuentes del camino y, poco más allá, este pierde definitivamente el pavimento.


El bramar del río apenas se oye ya. Tan solo el piar de los gorriones alpinos me acompaña.

Llevo un buen ritmo y cuanto más me adentro en este paisaje, casi desconocido por esta vertiente para mi, más a gusto me encuentro. Al cabo de unos minutos, el camino empieza a descender y ante mi se alzan Las Cuatro Torres: moles de granito de unos dos mil metros de altura.

El río vuelve a rugir. Los prados son sustituídos por pinares. Y más arriba la nieve se extiende hermosa por las cumbres de toda Cuerda Larga.

Me parece estar en otro mundo. Como si estuviera más en los Pirineos que a pocos kilómetros de Madrid.


De repente, me detengo en mi devenir sorprendido por un animal que creo un cervatillo. No. ¡Es una cabra montesa! Y hay varias. Parece que suben a los pastos más elevados después de haber pasado la noche junto al río. Las cornamentas de los machos se elevan desafiantes mientras miran como les hago fotos. No me doy cuenta, pero por encima de mí hay un grupo aún mayor de ellas.

En este lugar… solo, rodeado de esta explosión de la naturaleza y con las inesperadas cabras a mi alrededor… me parece sentirme una especie de Felix Rodríguez de la Fuente. Ha sido un encuentro fantástico.

Dejando que sigan su camino, yo continúo con el mío y desciendo hasta el Puente de los Franceses… donde empieza el verdadero camino.

Desde aquí la pista se convierte en una ascensión monótona a través de un inmenso pinar. Empiezo a ver los primeros retazos de nieve y, tras unos quince minutos, la pista comienza a cubrirse totalmente de ella. En general está algo blanda en su superficie pero debajo está dura como una roca y, en algunos tramos, hasta incluso está transformada en pequeñas placas de hielo.

Caminando con cuidado la progresión no resulta difícil. Pero cuanto recordaré dentro unas horas estos primeros tramos y cuanto desearé librarme por fin de esta capa blanca.

Los árboles cubren el camino. Casi no entra la luz del sol.

Al cabo de un rato comienzo a oír de nuevo el murmullo del Arroyo de los Hoyos de la Sierra pero, según indica el GPS, aún estoy lejos de mi objetivo y no paro de hacer «zetas» de un lado a otro. Resulta desmoralizante. No imaginaba cuanta distancia de aproximación iba a tener que realizar por este camino y empiezo a dudar de ser capaz de remontar hasta las Cabezas de Hierro.

Me encuentro con un grupito de excursionistas que deben haber salido aún antes que yo. Les saludo mientras toman un tentempié y sigo ascendiendo, ya algo cansado.

Más adelante, el bosque parece abrirse y por fin puedo contemplar la zona nevada del cordal montañoso. Mis ánimos parecen revivir. A mi derecha los macizos de granito de Las Cuatro Torres se elevan por encima de mi cabeza. Los arroyos truenan de nuevo, aquí se junta el arroyo anterior con el Arroyo del Chivato y multitud de pequeños saltos reverberan por las paredes de la angosta garganta que queda a mis pies.

Sin duda este punto del camino es de los más bonitos que veré en todo el día. Tiene un aire alpino como pocos que haya visto en toda la sierra.

Convencido de que al menos voy a llegar hasta la bifurcación que se eleva hasta La Pradera de la Nava, sigo caminando cada vez más cansado. Parece que los árboles cada vez son más bajos y la vegetación se abre para dejarme ver un radiante cielo azul.

Vuelvo a encontrarme con un grupo de cabras montesas que disfrutan tranquilamente de las vistas. Que tranquilas y descansadas parecen… todo lo contrario que yo.

Solo un centenar de metros y por fin llego al kilómetro quince de la ruta: la encrucijada. A lo lejos veo, predominantes desde cualquier punto de la region: las Torres de la Plaza de Castilla, en Madrid. No es demasiado tarde en la mañana, pero tengo bastante hambre, así que decido comer algo antes de seguir mi camino.


Una vez repuesto, comienzo a subir en dirección a las cimas.

Sin embargo la nieve aquí está demasiado blanda y me hundo hasta los tobillos, lo cual me obliga a elevar demasiado las piernas al andar. Mi destino está aún muy lejos y mi moral no es muy alta, pero no quiero que «se diga» que al menos no lo he intentado.

Al cabo de otro centenar de metros, las huellas que voy siguiendo desaparecen por completo. Frente a mi, se extiende un sendero de nieve vírgen que nadie ha pisado seguramente en mucho tiempo. Es muy hermoso pero, en este punto, casi a mediodía, comprendo al fin que no voy a hacer cima. Aún así, decido caminar otro tanto abriendo yo mismo la huella en la nieve.

No obstante, poco más arriba, mi cuerpo me dice que no puede continuar realizando más esfuerzos por este camino. Con el poco entrenamiento que lleva este invierno y sin raquetas de nieve, no es factible. El tiempo se echa encima lentamente y puede ser un riesgo intentar continuar. A veces hay que saber retirarse. Descubro una pequeña cascada de agua y relleno mi cantimplora con el agua fresca proveniente de los neveros que tengo encima. El agua se está filtrando entre las rocas y no hay ganado tan arriba, así que no temo beberla.


En este punto doy media vuelta, derrotado, pero sabedor que llegaré a esas cumbres por la cara de Cotos más adelante…

Cuando llego de nuevo a la encrucijada, empiezo a notar molestias en la rodilla que me falló en la ascensión de La Maliciosa (2.227 m.), la cual veo a lo lejos. Aunque, como creo que la ruta de descenso no será muy larga, todavía no me preocupo.

Cuan equivocado estoy.

En el cruce de caminos hay una pareja que me indica que si quiero acabar la Ruta de las Zetas puedo seguir camino descendiendo recto por donde continúa la pista. Me dicen que creen que la ruta en total deben ser unos veinte kilómetros. Dado que ya llevo unos quince, ya no parece mucho camino el que resta; les agradezco el consejo y me pongo en camino. Así, me digo, completaré una de las rutas más conocidas de la sierra andando, cuando normalmente se realiza en bici.

Me estaré acordando de esta decisión, y de esa pareja, el resto del camino…

Tras un par de curvas en claro descenso, veo la segunda fuente de la ruta; pero con mi cantimplora casi llena decido no detenerme y sigo adelante.

Por esta parte de la pista hay algunos grupos de troncos y ramas apiladas, desconozco si como posible leña, o si los han dejado los guardabosques para limpiar un poco el bosque. Aquí cerca, por cierto, hay un conocido pino centenario… rey del bosque.

El camino aquí vuelve a tornarse monótono y no es hasta dos kilómetros más adelante, cuando el camino de repente comienza a ascender de nuevo, que no empiezo a preocuparme. Que raro, ¿no debería estar bajando?


Frente a mi veo la Maliciosa Baja (1.939 m) e intuyo que el camino debe llegar hasta sus laderas y descender desde allí. Y, en efecto es así, pero no desde el punto que yo creo.

Poco a poco el camino empieza a convertirse en un pequeño suplicio. La vieja rodilla empieza a hacer de las suyas. Y los abductores, después del esfuerzo de ir abriendo huella hace un rato, empiezan a resentirse. Además, el hecho de que el suelo no sea estable por culpa de la nieve, no ayuda en absoluto.

Poco más adelante, me encuentro con una pareja que baja a preguntarme si están hoyando el camino correcto. Vienen siguiéndolo en el mismo sentido que yo. Tras consultar el GPS, les indico que si, que no se preocupen… Que aún nos queda un rato, pero que vamos bien.

Tras agradecermelo, continúan su camino y pronto me dejan atrás. Yo prefiero no seguir su ritmo para no forzar demasiado la rodilla.

Poco a poco, el camino va perdiendo pendiente aunque no demasiado. Eso si, los pinos desaparecen a mi alrededor, sustituídos por matorrales bajos; y, con ellos, la sombra y el trinar de los pájaros. Ahora solo veo chovas y algún que otro aguilucho.

Me acerco al terreno de la alta montaña…

El sol pega fuerte y noto como me quema la piel. Los músculos se quejan a cada paso… El agua desaparece como por un coladero.

Esto es interminable…

Doy gracias por haberme dado la vuelta al no conseguir subir a la Pradera de la Nava. Pero maldigo por lo bajo a la pareja que me ha mandado por aquí. No paro de encontrar curvas y más curvas y aunque ya veo la salida del valle a través del Collado de los Pastores, todavía lo vislumbro lejano.

Abandono por un momento la pista, deslizándome por la nieve, para utilizar una nueva pequeña cascada y rellenar un poco la cantimplora. Después, sigo adelante.

Vuelvo a escuchar un murmullo de agua. Frente a mi, casi sin esperarlo, se elevan colosales las paredes de La Maliciosa. No hace mucho que yo subí por allí, aunque la vista no me abrumaba tanto como hoy. De nuevo vuelvo a estar en un sitio muy lejano a Madrid…

Llego por fin al Puente de los Manchegos y veo como sale un sendero que sube hasta el Ventisquero de la Condesa (nacimiento del Manzanares, el «Vizconde de los Riachuelos«, como se le llamaba antaño) y de allí, seguramente, hasta las Cabezas de Hierro. Quizás este era el camino que debería haber intentado en un principio, pero ahora no me llama nada la atención. Tan solo deseo salir de aquí de una vez por todas.

La que espero sea mi última cuesta se me hace eterna. No puedo dar veinte pasos seguidos sin detenerme por culpa de los pinchazos de la rodilla y las molestias de los abductores. Camino roto. Casi como un autómata, sin ganas de nada. Es imposible describir fielmente lo mal que lo estoy pasando.

Sin embargo, saco fuerzas de flaqueza y continúo mi camino, esperando que tras pasar el collado todo sea más sencillo…

Nada me puede derrumbar,
pues mi fuerza de voluntad me
sostiene en pie, tú haces que lo
dificil se vuelva facil…

A pesar de todo el sufrimiento, estoy sorprendido conmigo mismo. Cuando creo haber llegado al límite de mis fuerzas, me marco un objetivo cercano… una curva, un árbol… una roca… y sigo adelante. Como una máquina. Una máquina que no ha dejado de caminar desde las ocho de la mañana. Y ya son las dos y media de la tarde.

Finalmente, llego arriba.

Tras permanecer un rato descansando en el mirador del collado (sin duda un punto privilegiado para ver todo el valle hasta el Embalse de Santillana) continúo mi personal Vía Crucis, algo más cómodo al no tener que doblar tanto la rodilla.

Aún así, todavía me esperan unas tres horas de bajada. Hacia la mitad, llego incluso a desesperarme ya de tanto andar. Estoy haciendo un camino que no esperaba completar cuando llegué por la mañana; y, desde luego, si me lo hubiera llegado a plantear en algún momento, jamás habría imaginado que llegaría a hacerse tan largo.

Al cruzar uno de los nacimientos del Arroyo de la Umbría de la Garganta, me encuentro con una pareja, ya algo mayor, pero que se conocen muy bien estos lares. Les pregunto que si conocen algún atajo para descender al Canto Cochino sin tener que «sufrir» más estás dichosas curvas.

Por fortuna me indican que, a pocos metros de mi, un sendero desciende casi directamente hasta allí. ¡Aleluya! Después de ni se sabe las horas que llevo caminando, recibo esta noticia con verdadero alivio.

Me adentro en el bosque caminando por un hermoso sendero que resulta más atractivo que la dichosa pista forestal. Cruzo pequeños riachuelos y voy salvando cada vez más y más desnivel.

Huelo el aroma de plantas que están deseando estallar con la cercana llegada de la primavera. Jaras empezando a brotar… el olor del romero y el tomillo me dan ánimos para seguir.

Estoy casi sin agua, de nuevo, pero llego pronto a la Fuente de las Casiruelas para rellenar una vez más y bajar por otro sendero hasta la pista asfaltada que me llevará al parking principal.

Con calma, ya más aliviado por haber adelantado tanto camino, y porque este apenas tiene ya pendiente, me dirijo nuevamente parelelo al río hacia el pueblo de Manzanares el Real.

Aún tengo que saltar algunas rocas, actividad que no resulta fácil con mis dolores, pero estoy satisfecho conmigo mismo por haber hecho lo que he hecho. He probado mis límites últimos y se hasta donde puedo llegar. Quizás algunos kilómetros más, incluso.

Es sorprendente lo que la resistencia humana puede conseguir con tan solo proponérselo. Unos treinta kilómetros por alta montaña, diez horas de ruta por un camino complicado y casi sin pausas… y saliendo victorioso.

Aunque de esto solo seré consciente mañana. Hoy tan solo necesito una ducha, algo de comida y una cama…

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