El Reventón y La Flecha, de 2.079 y 2.077 msnm respectivamente, son dos montañas de la Sierra de Guadarrama situadas entre el Macizo de Peñalara y los Montes Carpetanos. Las laderas de sus caras N-NO caen hacia la provincia de Segovia (pudiendo realizarse su ascensión desde la Granja de San Ildefonso) y sus caras S-SE se desplomán sobre el Valle del Lozoya, en Madrid. Su ascensión por esta vertiente se efectúa desde la población de Rascafría.

Esta zona de la sierra está bastante humanizada por lo que podremos encontrar numerosas pistas y caminos para conducir al ganado a los pastos de altura. El Puerto del Reventón es el paso de montaña natural de todo cordal; famoso entre senderistas y aficionados a la BTT, une el Valle del Lozoya con la vertiente segoviana y alcanza una altura de más de 2000 metros con desniveles medios del 10-11% (siendo las cuestas segovianas las más duras).

Sus laderas están pobladas por robledales a baja altura y pinares en altura.

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Localización: Rascafria

Tipo de Ruta: Montañismo

Longitud: 24 kilómetros (aproximadamente)

Duración: 8 horas

Época recomendada: Todo el año

Dificultad MIDE:  → mide_ElReventon&LaFlecha

Equipación mínima: Bastón, mochila, botas de trekking y agua. (más info…)

Ruta GPS:

El Reventón y La Flecha

Recomendaciones:

  • No hay agua potable en el recorrido, salvo que nos desvíemos del mismo buscando algunas fuentes puntuales o usemos arroyos para aprovisionarnos. En cuyo caso es conveniente llevar pastillas potabilizadoras.
  • Al descender desde La Flecha, la zona boscosa no está nada bien señalizada, así que puede resultar fácil perderse. Es conveniente llevar (y saber usar) un GPS, o un buen mapa y una brújula.
  • Cualquier temporada es buena para realizar esta ruta, pero el otoño está especialmente indicado dado que atravesaremos varios robledales y podremos deleitarnos con los espectaculares colores de esta época del año.

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Volvemos a las andadas…

Tras casi un mes de permanecer alejado de las montañas vuelvo a encontrarme a los pies de Guadarrama dispuesto a elevarme por encima de la cota dos mil.

Ha sido un verano extraño, plagado de pequeños problemas de salud y, también, pequeñas alegrías… visitar y escalar en los Alpes, con lo que ello me supuso; visitar la India, y las que ellos llaman «las montañas más viejas del mundo», la Cordillera de Aravalli; ir a Nepal y subir a Nagarkot (2.195 m.) desde Kathmandú para ver el Himalaya

Sin duda, ha sido un verano interesante. Y la visión de mis viejas y conocidas montañas ahora casi me resulta insulsa.

Pero nada más lejos de la realidad en cuanto empiezo a caminarlas.

Mi compi Amador, que hace tiempo que tampoco hace una salida montañera, y yo, aparcamos el coche junto al polideportivo de Rascafría y nos adentramos en la pista forestal que se dirije en línea casi recta hasta el famoso Puerto del Reventón.

En las primeras publicaciones de la revista Peñalara, hace cien años, algunos montañeros ya comentaban que solo acometerían de nuevo la subida al Reventón si se vieran forzados a huir de la justicia.

Pero para nosotros, al llegar, no creeremos que sea para tanto.

El camino empieza al frescor de una mañana de otoño atravesando unos pastos en donde el hermoso Monasterio de El Paular va quedando a nuestra izquierda.

Nuestros pasos se encaminan al Cerro del Diablo (1.548 m.) sin una idea clara de si realmente hemos tomado bien la dirección al puerto. No es sino hasta que encontramos una puerta metálica, acompañada de un tocón con las marcas de la Ruta Verde nº4 (la Senda del Paisaje, de las llamadas «del Paular»), cuando nos encontramos seguros de nuestra travesía.

Los colores del otoño empiezan ya apoderarse del campo, y con ellos llega mi estación favorita del año.

El otoño es siempre de color sepia,
lo mismo que viejos libros
que languidecen en estanterías olvidadas.

La senda es solitaria…

Ni un alma vemos mientras ascendemos continuamente, sumidos en nuestros pensamientos y conversaciones, acompañados del crujir de las hojas que forman un manto anaranjado a nuestros pies.

El otoño es de color amarillo menguante,
como las hojas que van cayendo
del árbol sin flores de los almanaques.

Caminamos a la sombra de los robles de los Horcajuelos, sobre un suelo seco y falto de humedad. Este año va a ver pocas setas, nos decimos.

Tras un rato, alcanzamos una zona más abierta al sol donde se acumulan muchas rocas, algunas de ellas afiladas como navajas. Son las Peñas del Carro del Diablo. Dentro de poco deberíamos salir a una pista forestal y, desde allí, pronunciar más nuestro desnivel rumbo al puerto.

Efectivamente, a los pocos metros salimos a un cruce de caminos en donde hemos de tomar la pista que sale hacia arriba, no sin antes volver a poner en pie el tocón de la ruta, que quizás el viento ha derribado hace poco.

El caminar es más cómodo desde este punto. Y, sin duda alguna, no tiene pérdida, puesto que nada más hay que seguir esta pista para elevarse hasta el Puerto del Reventón.

El color del campo se vuelve más verde desde este punto ya que, al subir de cota, los robles desaparecen y son sustituídos por pinares.

Tan solo el color de algunos helechos a ras de suelo nos recuerda que todavía seguimos en otoño.

Frente a nosotros la omnipresente figura de Peñalara antecedido por el rocoso Pico de los Claveles nos observa. Como un poderoso vigilante de piedra que cuida de sus dominios, atento a cualquier situación que podamos provocar.

Su visión nos acompañará en casi toda la jornada.

Seguimos «serpenteando» por la pista forestal, sorprendidos de la poca dureza de la ascensión. Parece que el Reventón no es tan fiero como lo pintan. Quizás solo si lo realizas en BTT.

Tras dejar atrás una pequeña bifurcación que lleva a un arroyo y un corral de ganado, realizamos un par de curvas más y llegamos a una explanada donde pastan unas vacas, al pie del Pico Reventón y el Cerro Morete.

Claramente, delante de nosotros, se ve como el camino llega hasta lo más alto del paso de montaña. Lo seguimos, y pronto nos hayamos junto al solitario monolito, erigido en la primavera de 1910, en memoria del teniente coronel Ibáñez Marín, primer presidente de la Sociedad Militar de Excursiones.

Y es que este lugar rezuma historia. Ya en el siglo XIII, el “Libro de la Montería” del rey Alfonso XI, menciona al Reventón como uno de los mejores parajes peninsulares para las cacerías de osos.

A veces me pregunto como debía ser esta sierra hace siglos… plagada de osos, lobos… linces…

Hoy nada queda de todo aquello. Tan solo el recuerdo. Y una extraña pena que solo algunos percibimos cuando caminamos por estos solitarios caminos.

La subida al Pico Reventón desde el puerto es corta y agradable, con vistas realmente chulas de la zona del Lozoya, La Granja a nuestros pies y el Macizo de Peñalara tras de nosotros.

Nuestro primer objetivo del día en tan solo unas tres horas.

Mientras comemos un poco de chocolate, nuestra visión desde aquí nos alcanza a ver los pequeños circos glaciales de la zona de El Nevero.

Si este invierno nieva con ganas, tengo prevista una escalada por ellos, al estilo más alpino que imaginéis, para llegar a sus cumbres. Es de los pocos sitios en Madrid, junto a Peñalara, la norte de las Cabezas de Hierro o quizás La Maliciosa (si el año acompaña), en donde se puede hacer eso. Con la diferencia que en estos apenas encontraremos a nadie.

Pero ahora mis pensamientos solo se centran en el segundo objetivo del día: llegar hasta La Flecha. Y para ello, tan solo tendremos que seguir el muro de piedra que separa las dos provincias.

Lo más difícil parece haber terminado.

O eso creemos…

Nos ponemos de nuevo en camino y vamos tranquilamente rumbo a las llamadas Peñas Buitreras (2.042 m.), que vemos al final del primer sector del muro.

Antes de llegar a ellas, vemos como el muro desciende hacia el Collado de La Flecha para luego volver a ascender hasta su cumbre. A nuestra derecha podremos ver algunos hitos que se hayan al otro lado del muro y decidimos seguirlos.

Desgraciadamente, esta zona está muy poco cuidada cuando nosotros la recorremos y los piornos se han apoderado de cualquier vestigio de sendero.

No es difícil caminar, pero si incómodo; vamos tratando de leer el terreno para llegar al collado lo antes posible, de nuevo, del otro lado del muro.

Llegamos al fin al paso y seguimos camino hacia arriba, rumbo a un afloramiento rocoso que deja caer piedras en todas direcciones a modo de pequeño canchal.

Me pregunto si el nombre de La Flecha viene de este afloramiento. Porque las lineas de este monte son más bien redondeadas y no le encuentro sentido a su denominación.

Nos las prometíamos felices, pienso…

La subida se hace durilla debido a la acumulación de kilómetros y el camino, otra vez, es practicamente inexistente entre el piornal y las rocas. Se nota también la falta de entrenamiento.

Amador se va quedando un poco detrás de mi, pero en general caminamos a la par.

Poco antes de llegar a la cima encuentro una pequeña roca que parece tallada como una punta de lanza prehistórica. Por un momento nos hace dudar, pero es un «gesto» muy bonito de esta montaña llamada… La Flecha.

Finalmente llegamos a la cumbre, donde el muro desaparece y es sustituído por una valla de alambre de espino, algo abandonada.

Bajo nosotros, el Embalse de Pinilla retiene las aguas del río Lozoya.

Pensábamos comer en la cumbre, pero nuestro gozo se hunde en un pozo cuando vemos aparecer a una tropa de excursionistas desde el Collado de las Calderuelas. Por lo menos cincuenta personas formando bulla y pretendiendo copar el vértice geodésico de la cumbre.

Me gusta la montaña.

Y me encanta que la gente disfrute de ella.

Pero estos «saraos» no me gustan. Y menos lo poco que algunos parecen disfrutar de la experiencia que supone.

Así que rápidamente, y casi sin disfrutar de la cima, nos ponemos de nuevo en camino.

Dejamos atrás las ruinas de lo que imagino serán fortificaciones de la guerra, al igual que en El Nevero y otras zonas de la sierra, y bajamos con rapidez hacia el collado. Desde allí, recorreremos el cortafuegos que vemos desde aquí en dirección al pueblo.

Sin embargo, aún nos queda una pequeña sorpresa en esta montaña. Un pequeño encuentro con un habitante que jamás había visto antes por estos lares.

Se trata de una diminuta araña moteada saltadora (Eresus Cinnaberinus), que aparece tras unas flores de azafrán silvestre, muy comunes en la zona. Este es un curioso arácnido de abdomen rojo, salteado por pequeñas motitas negras y que parece estar en peligro de extinción en europa.

Nos encontraremos con otra algo más abajo. Se trata de un encuentro de lo más bonito, al poder contemplar una de esas rarezas naturales de las que ya quedan pocas en Madrid.

Me reafirmo en mi teoría… la montaña siempre te regala algo.

Con él bajo el brazo, llegamos al collado y volvemos a subir unos metros para entrar en el cortafuegos que se encamina en línea recta hacia el Collado Vihuelas y de ahí al Raso de la Cierva; desde donde atravesaremos de nuevo un enorme robledal que nos llevará hasta Rascafría.

El sendero PR-35 sigue toda la línea del cortafuegos y, en ocasiones, nos salimos de él para caminar más cómodamente por la senda.

No obstante, en el punto en que el cortafuegos gira a nuestra izquierda, al este, la vereda se pierde; y la total ausencia de señalización (algo que se ha demostrado común en casi toda la ruta) impide que podamos volver a encontrarla.

Por ello continuamos por el cortafuegos hasta alcanzar de nuevo una amplia pista forestal que nos sigue llevando en descenso hasta el Raso de la Cierva donde logramos hallar, con la ayuda del mapa y el GPS, una minúscula huella de sendero que finalmente resultará ser de nuevo el PR-35. Este nos permitirá acortar bastante el camino, evitando las «zetas» del camino principal.

Camino en vanguardia, con el GPS en la mano y tratando de leer todos los aspectos del terreno para no perdernos. No hay señalización.

Los pinos han desaparecido y son sustituídos por robles. La densidad del bosque aumenta. Y la luz entra con dificultad hasta el suelo.

Es precioso.

Cuanto más perdemos altura, más regresan los colores parduzcos y desaparece el verdor.

Desconocemos cuantos kilómetros llevamos sobre nuestras piernas. Pero la bajada desde el cordal está resultando casi lo más duro de la jornada, y el cansancio empieza a pasar factura.

Pasamos en silencio por algunos tramos de la minúscula trocha. Escuchando a la espesura.

Algunas hojas caen sobre nosotros.

Se oye el ruido de las bellotas caer al sotobosque.

Ningún animal…

Finalmente volvemos a salir a un tramo de la pista forestal donde los pasos de la vereda ya no resultan tan evidentes, por lo que decidimos continuar por el camino principal hasta que al fin vemos a nuestra derecha el pueblo. Con el campanario de la iglesia despuntando hacia el cielo.

Ya nos queda poco. En breve llegaremos a unos depósitos de agua y cruzaremos los chalets de la parte alta del pueblo rumbo a la plaza del Ayuntamiento, para tomar una buena y fresquita «recompensa».

Tras 24 kilómetros de camino, a pesar de todo, el reencuentro con «mis» montañas ha sido más que placentero.

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