El Cerro de San Juan es una prominencia de la Sierra de Madrid, situada entre el Monte Abantos y el Alto del León. Con una altura de 1.734 m. es la espalda del Valle de Cuelgamuros, conocido hasta hace poco como… el Valle de los Caídos.
Aunque no se trata de una montaña de grandes dificultades, su localización la hace muy atractiva de recorrer en determinadas épocas del año, si eres aficionado a la micología o quieres tener vistas privilegiadas de la Cruz del valle.
Se trata de una de las fronteras naturales de Madrid y Ávila, siendo parte del GR-10. Desde su punto más elevado pueden contemplarse vistas magníficas de la Sierra de Guadarrama, el Embalse del Tobar o la abadía benedictina de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Y, si el mal tiempo nos sorprendiera, podríamos llegar fácilmente hasta las ruinas del Refugio de la Naranjera, donde encontraríamos cobijo.
Estos son los datos que necesitáis para cubrir la ruta…
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Localización: El Escorial
Tipo de Ruta: Montañismo
Longitud: 9 kilómetros (aproximadamente)
Duración: 3 horas
Época recomendada: Todo el año
Equipación mínima: Bastón, mochila, botas de trekking y agua. (más info…)
Ruta GPS: Cerro San Juan
Recomendaciones:
- Hay agua potable en las partes finales del recorrido pero siempre es recomendable llevar agua en la mochila.
- El acceso al mirador indicado en la Ruta GPS es muy sencillo y os ofrecerá unas vistas increíbles de la Cruz del Valle de los Caídos y del Monasterio.
- El acceso al Valle de Cuelgamuros, saltando el muro de piedra, está prohibido, por lo que recomendamos mantenerse en la parte pública del monte.
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No se trata de saber si puedo volver…
Solo de certificar que puedo volver…
Las letras que a continuación escribo, narran una pequeña historia de superación personal. Sin pretensión alguna. Tan solo una prueba para mi mismo de que a menudo no hay más barreras que las que nosotros mismos nos creamos en nuestra cabeza.
Pero eso es difícil de asimilar, para los que no quieren comprender.
En estos meses me he dado cuenta de que tengo que defender a menudo muchos de los principios que sostienen mi existencia. Represento un referente más bien incómodo para aquellos que no quieren entender; y quizás por ello se me señala como polémico. La verdad, sin embargo, es que escucho la crítica honesta, inteligente y constructiva.
El resto se pierde en el aire, más aún, procede de quienes son aire.
He oído muchas cosas en este tiempo: es demasiado pronto… o… no deberías seguir haciendo esas cosas…
Hoy, únicamente, mientras contemplo el camino, me propongo demostrarles que están equivocados… o solo demostrármelo a mi.
Soy consciente de que mi situación no es la mejor del mundo, con dos clavos de titanio en la rodilla izquierda. Tras la operación a la que me sometí hace casi dos meses, aún cojeo un poco y mi rodilla no está todo lo fuerte que debería, pero mi espíritu no aguanta más… Debo volver aquí.
Para esta ocasión he elegido una pequeña cima que no representaría ninguna dificultad para alguien mínimamente acostumbrado a «patear», pero que puede resultarme larga en mis condiciones. Incluso, ante la posibilidad de tener que ayudarme en el regreso con ellas, vengo con las muletas bien aseguradas a mi mochila.
Me acompaña mi chica, Judith, a quien le agradezco enormemente el que me haya traído hasta aquí (ya que aún no se me permite conducir). Ella no es muy aficionada a las largas caminatas en ascensión, por eso el agradecimiento es doble. Resulta difícil expresarle con palabras mi gratitud…
Tras dejar el coche aparcado en el Puerto de Malagón (tampoco era cuestión de exagerar el esfuerzo de subida) nos adentramos juntos en el Bosque de Robledondo en dirección a la Fuente del Cervunal.
De momento me siento bien. Voy tranquilo. Aunque la primera prueba llega cuando cruzamos la puerta metálica que asciende hacia Los Tientos por una pista forestal. La pierna responde sin problemas, aunque aún no la doblo de forma natural y el llevarla estirada acabará cargándola.
Hace un buen día.
El campo huele a primavera. Su aroma me embriaga.
Caminamos sin prisa (e incluso parando para no forzarnos ninguno de los dos, desentrenados). Cruzamos una nueva puerta metálica dejando tras de nosotros el paisaje de Las Machotas, el San Benito…
Al frente, de repente, aparece la silueta de los Siete Picos, recortando el horizonte entre los árboles. Un escalofrío recorre mi espalda y me emociono ligeramente, aunque no lo reconozco.
En esta zona todo llanea, con lo que no nos demoramos en llegar al muro que divide la parte pública del monte de la privada (de la que es dueña la Iglesia Católica). Desde este punto divisamos la cima del Monte Abantos, desde cuya cima hay unas vistas hermosas de toda la sierra.
Sin embargo, nosotros lo dejamos a nuestra espalda y descendemos hacia la izquierda rumbo al Portillo de Pozos de Nieve. La pista se llena de pequeñas piedras y, para no tener un susto, prefiero descender por la parte acolchada de vegetación.
A no mucho tardar, llegamos a la verja, donde se nos une otra pista y volvemos a ascender para llegar por fin a la cima del San Juan.
Cima. No es bonita. Está al borde del camino. Pero es muy satisfactoria después meses de inactividad e incertidumbre.
¡Soy capaz!
Judith y yo permanecemos un rato por allí mientras contemplamos el paisaje y la Cruz del Valle de los Caídos bajo nosotros. Está aún lejos. Nunca esperamos encontrar lo que más adelante nos aguarda.
Nos ponemos de nuevo en marcha y tras unos metros nos adentramos en la espesura del bosque. El paisaje cambia de repente y se vuelve más lindo. En contrapunto con las suaves lomas peladas que dejamos detrás, aquí comenzamos a bajar en pronunciada pendiente, rodeados de pinares, vegetación y contemplando pequeñas alturas rocosas a lo lejos.
Personalmente no esperaba estos «regalos».
En ese descenso me enfrento a la parte más peliaguda de toda la marcha. La cuesta es algo empinada. Nada que represente ninguna dificultad, pero que a mi rodilla le «da miedo». Necesito ayudarme de los dos bastones para llevar a buen término el recorrido.
A pesar de lo que pueda parecer, todo sale bien e incluso, sin haberme dado cuenta, la rodilla parece haberse «liberado». Es como si hubiera habido una presión ahí durante un par de meses y, de improviso, hubiera desaparecido. Aún la noto débil, pero está más cómoda.
Comparto mis sensaciones con Judith y me emociono. Noto como se humedecen mis ojos, aunque no llega el agua al río.
Estoy realmente contento.
Cuando el camino se relaja, contemplamos una pequeña arista rocosa a nuestra izquierda, más propia de La Pedriza que de aquí. Un motorista con una moto de cross se nos cruza en el camino haciendo esfuerzos por no perder el equilibrio. Algo que no había visto nunca en la Sierra…
Por fin, un poco más adelante, llegamos al Refugio de la Naranjera. Gemelo del Refugio de La Salamanca (ambos abandonados), pero a mi juicio más bonito y con unos alrededores más atrayentes. Es en este punto donde decidimos parar a tomar algo.
Sin embargo, mi sangre está inquieta.
Se que no puedo ponerme a saltar por las rocas, pero necesito explorar un poco y decido dar una vuelta. Mientras Judith come algo, yo investigo por las rocas que están junto al refugio y tras de él. Y es precisamente por este camino, en una enorme acumulación rocosa, donde hago un descubrimiento que me deja sin aliento.
No lo esperaba…
La gigantesca Cruz de los Caídos se alza sobre lo que en época medieval se llamó el valle de «Cuelgamoros» (y que cada cual saque sus propias conclusiones); sus 108 metros de altura la convierten en la más alta del mundo, la Abadía de la Santa Cruz, benedictina… me observan inmutables a poca distancia de mi.
Casi creo que puedo tocarlas con las manos.
Al fondo, el Embalse de la Jarosa. La Sierra. Madrid…
Estoy impresionado y quizás se me va un poco el tiempo.
Cuando me reúno con Judith está enfadada porque creía que me había pasado algo, pero tras llevarla hasta este mirador natural, tan solo espero que se le pase y que las vistas le hayan merecido la pena.
Ya nos queda poco. Tomamos el sendero que sale hacia el suroeste, a través de los llamados Pinares Llanos, en dirección a la carretera para, desde allí, volver al coche.
Dejamos detrás nuestro la poco conocida zona de escalada de Peña Blanca, con sus hermosas y espectaculares formaciones graníticas. Poco antes de llegar a la calzada vemos una enorme explanada llena de pasto, que en mi mapa figura como área recreativa, y allí nos encontramos con varios rebaños de vacas disfrutando del día y el verdor del suelo junto a sus retoños.
Una pequeña camada de caballos, con sus potrillos, nos reciben en la carretera y permanecemos un rato haciéndoles fotos. Desde aquí, afrontamos el resto del camino de forma más aburrida porque tan solo debemos seguir la carretera hacia arriba.
Mi rodilla parece un poquito cargada, pero ha respondido bastante bien dadas las circunstancias.
Nos encontramos con más animales por el camino, y pasamos muy cerca de la placa conmemorativa que reconoce el descubrimiento en estos bosques del endemismo mas bello, unico y polémico de la lepidopterología ibérica: la Graellsia isabelae, en el pasado siglo XIX.
El viento fresco golpea mi rostro.
Recupero sensaciones y estoy ansioso por recuperar mi plena forma física para volver a experimentar percepciones que ya creía olvidadas…
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