El Gran Paradiso (en francés, Grand Paradis) es un macizo montañoso entre el Valle de Aosta y el Piamonte, regiones del noroeste de Italia. El pico, el séptimo en altitud de los Alpes Grayos (Alpes Occidentales), y único «cuatromil» íntegramente situado en Italia, posee una altura de 4.061 m. y está cerca del Macizo del Mont Blanc en la cercana frontera con Francia.
Se encuentra dentro del Parque Nacional del Gran Paraíso; y en el lado francés de la frontera, el parque continúa con el Parque Nacional Vanoise. El Gran Paradiso es la única montaña cuya cumbre supera los 4.000 metros que se encuentra por entero dentro del territorio italiano.
Su cima fue alcanzada por vez primera el 4 de septiembre de 1860 por J. J. Cowell, W. Dundas, J. Payot y J. Tairraz. Hoy está considerada como un ascenso fácil, excepto en lo que se refiere a los últimos 60 metros hasta la cumbre.
Las ascensiones normalmente empiezan bien desde el Refugio Chabod o bien desde el Refugio Vittorio Emanuele Secondo. Este último refugio (ruta normal) recibe su nombre del rey Víctor Manuel II de Italia, quien creó la Reserva Real de Gran Paradiso en 1856, germen de lo que sería el actual parque nacional.
Respecto al Macizo del Mont Blanc, nos referimos al conjunto montañoso que se eleva entre el Valle de Aosta y la Alta Saboya francesa, siendo su mayor altura el Mont Blanc con 4.810 m.
Por su majestuosidad y belleza las montañas del macizo son consideradas unánimemente el emblema de los Alpes mismos. Se agrupan cuarenta cimas que superan los cuatro mil metros, con un tercio de la superficie y una cota no inferior a los tres mil metros: sus cimas son las más altas de todo el arco alpino.
Se extienden sobre tres países diversos: Italia, Francia y Suiza, en una cadena de montañas que tiene 30 km de largo y 15 km de ancho; con una superficie que se extiende por alrededor de 400 km².
Las acciones de los agentes erosivos han formado en el tiempo aristas agudas y una de las más vastas zonas alpinas recubiertas de hielo: sus glaciares (en claro retroceso), en total 101, ocupan una superficie de 177,69 km².
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Localizaciones:
- Gran Paradiso: Valsevaranche (Pont) – Italia
- Macizo del Mont Blanc: Chamonix-Mont Blanc – Francia
Tipo de Ruta: Alpinismo
Longitud:
- Gran Paradiso: unos 20 Km. ida y vuelta.
- Mont Blanc du Tacul: unos 9 Km. ida y vuelta.
Duración:
- Gran Paradiso: 2 días.
- Macizo del Mont Blanc: rutas variables entre un día a tres días.
Época recomendada: Todo el año (debido a los glaciares, siempre es necesario el uso de crampones y piolet)
Dificultad MIDE: →
Equipación mínima: Crampones, piolet y bastón, mochila (35l), botas de montaña, ropa de abrigo (Gore-Tex) dividida en tres capas, saco ligero, comida y agua. (más info…)
Ruta GPS:
- Gran Paradiso
- Mont Blanc du Tacul
(esta ruta no se completó, por tanto no nos consideramos responsables de la ruta GPS, al no ser propia; sin embargo es bastante aproximada a nuestro intento de vía original)
Videotracks disponibles:
- Es tremendamente importante estar pendiente de la climatología, pues aquí puede suponer una gran diferencia entre la vida y la muerte. Las ascensiones pueden realizarse en cualquier época del año pero tendremos que ser alpinistas con cierto bagaje para afrontarlas.
- No suele haber agua potable en las rutas, así que hay que planificarse para llegar a los refugios (teniendo en cuenta que nos saldrá caro comprar agua en ellos). En principio de 2 a 3 l. por etapa puede ser suficiente, pero cada cual debe valorarlo.
- Precaución en todas las vías. Es recomendable haber entrenado en montañas previas por encima de los 3000 metros para adecuar el físico, conocer muy bien las técnicas de progresión alpina y de encordamiento, así como el hecho de realizar buenas aclimataciones si vamos a superar cotas superiores a 4000 metros.
- Reservad los refugios con la mayor antelación posible. Dejarlo para el último momento tan solo puede implicar quedarse sin plaza y, por tanto, sin ascensión.
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Los sueños, sueños son.
Unas veces se cumplen y otras se transforman…
Pero lo importante es seguir soñando.
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Antecedentes:
Finales de julio de 2012…
Ha llegado el momento.
Desde hace casi dos años, llevamos soñando con nuestra primera incursión en Los Alpes y, por qué no, con la ascensión al rey de los mismos: el Mont Blanc.
Para mi, además, supone la consecución de un sueño que llegué a creer imposible tras mi operación de rodilla. En unos días veremos qué sacamos en claro del viaje: si logramos los objetivos, seremos muy felices. Si no, al menos habremos vivido y aprendido de una experiencia única que no todo el mundo es capaz de realizar.
Dentro de nuestras posibilidades, hemos entrenado para esto.
Hemos mirado por el equipo y la seguridad de la «expedición» al detalle.
Creemos estar preparados…
Y, sin embargo, los días previos a la partida son un manojo de nervios. La proximidad de la fecha, la magnitud de lo que se avecina, la realidad que nos aguarda… se torna cada vez más presente y se palpa la tensión en el ambiente.
La gente que nos conoce y sabe a donde vamos nos mira en ocasiones como si no fuera a vernos más, y eso no resulta nada tranquilizador. ¡Tan solo son Los Alpes, por favor! No obstante la media de mortandad de la cordillera es de más de un muerto al día cada año, lo cual no es «moco de pavo» comparado con «nuestras montañas».
Para colmo, el fin de semana antes de partir, un terrible accidente (el mayor de los últimos años allá arriba) acontece en la Ruta de los Cuatromiles del Mont Blanc; junto al Mont Maudit: 9 muertos y 18 heridos (algunos de ellos españoles) por culpa del desprendimiento de una enorme placa de viento. Entre ellos, algún montañero experto como Joaquín Aguado, jefe de bomberos del GERA de Madrid.
Eso no puede más que quitarte el sueño los días que restan. Más aún si cabe, cuando al día siguiente otros dos alpinistas (otro español) mueren de congelación en la misma ruta que nosotros vamos a intentar.
Tratamos de no pensar en ello, pero es imposible.
Tan solo nos resta esperar.
Cenamos con nuestras parejas, sonreímos y hacemos como que en realidad no nos preocupa.
Pero la procesión va por dentro…
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Día 1:
El día por fin llegó.
Mientras nuestro avión desciende sobre Ginebra, vemos a lo lejos algunos de los monstruos blancos que nos aguardan. La calima no nos deja reconocerlos, pero imaginamos sus nombres mientras vemos como se alzan sobre el resto de las montañas con sus testas coronadas de un manto blanco.
Eterno.
Bajo nosotros, el Lago Lemán se extiende por kilómetros como un pequeño mar interior.
Los neumáticos del avión toman tierra en Suiza con suavidad y descendemos sin prisas, prestos a recoger nuestro equipo, facturado en Barajas. Todo llegará correcto.
El viaje con Swiss ha sido de lo más agradable. Sin duda, de los mejores vuelos que mi socio Gonzalo y yo hemos tenido. Ahora tan solo tenemos que recoger el coche de alquiler en Europcar y partir hacia Chamonix.
Es precisamente ahí donde nos encontramos con Álvaro Ramos, nuestro guía. Lo hemos contratado a través de la agencia TodoVertical+. En esta ocasión estamos hablando de montañas que quizás se nos escapan un poco de nuestras solitarias posibilidades, así que hemos creído que es mejor ir más seguros con un experto a nuestro lado.
Álvaro es un Alpinista experimentado, con más de veinte ascensiones al Mont Blanc y otras tantas a los diferentes cuatromiles del Macizo. Licenciado en Pedagogía, es guía residente en Picos de Europa e itinerante por Gredos, Alpes… etc, además de director de la Escuela de Alta Montaña de Castilla y León.
Con ese currículum, hay que decir que nuestros nervios previos se disipan de inmediato.
Cargamos todas las mochilas en el coche y cogemos la autopista que nos lleva a Francia.
El viaje resulta agradable y poco a poco vamos conociendo a Álvaro mientras nos va contando detalles del viaje. A lo largo del mismo, la cantidad de conocimientos que absorberemos de él será ingente. Sin duda es un crack. Aunque, por nuestra parte, lo que mejor que nos llevaremos de su compañía será, sin duda: su amistad.
A pocos kilómetros de Chamonix por fin vemos las grandes paredes del Mont Blanc, alzarse por encima de cualquier otra cosa. Un muro de roca oscura y glaciares se eleva entre nosotros y nuestro destino.
Y tras unas primeras palabras provocadas por la impresión, un silencio reverencial se apodera del coche.
¿Lograremos subir?
Ya veremos. Pero es cierto que ver de cerca a la gran montaña y no sentir deseos de subirla es imposible…
Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal,
pero agota el campo de lo posible.
Chamonix: cuna del Alpinismo.
¿Cuánto hace que teníamos ganas de conocerlo? Ni se sabe el tiempo…
Con los días la iremos descubriendo como una pequeña ciudad dedicada por completo a la montaña. Alpinismo, esquí, senderismo… todo lo que un «turista» pueda desear, y más. Todo el mundo hace deporte en Chamonix.
Nuestro alojamiento están situado casi en las afueras del pueblo. La Gite D´Etape La Tapia es un pequeño albergue donde Marie, la dueña, está acostumbrada a recibir españoles y a nuestra forma de hacer las cosas. Será un sitio perfecto para hacer las noches intermedias entre montaña y montaña: habitación pequeña para cuatro personas, baños individuales y limpios, cocina propia… y unas vistas excelentes.
¿Qué más podemos pedir?
Pasamos la tarde visitando Chamonix y tomando algo por la zona.
Vemos las estatuas de Saussure o Balmat (los artífices de la conquista del Mont Blanc), ambas mirando a las nevadas alturas junto al río de aguas blancas provenientes del Mer de Glace. Las casitas de estilo alpino, los cafés, la Casa de la Montaña (punto de referencia obligado para cualquiera que quiera adentrarse a más de 3000 metros).
Pero lo que más nos sobrecoge es la visión del Macizo del Mont Blanc…
Hoy todo está un poco nublado, pero se puede distinguir claramente el Dru (montaña que cada cierto cierto tiempo se va cayendo a pedazos), las Agujas de Chamonix, el Aiguille du Midi (con sus teleféricos subiendo como moscas cada pocos minutos), las Agujas Rojas al otro lado del valle o el Glaciar de Bossons, que se puede pisar haciendo un simple paseo desde el pueblo.
Pero el destino de todas las miradas es, sobretodo, el soberano de los Alpes: el Mont Blanc.
El final de la tarde lo pasaremos revisando el material.
Mañana partimos para Italia. A intentar escalar el Gran Paradiso y empezar nuestra aclimatación sobre los 4000 metros.
Vamos a intentar pisar lo que nuestros ojos un día soñaron…
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Día 2:
He dormido fatal…
Para no perder la costumbre, nuestro último compañero de habitación es un inglés con un serio problema de ronquidos. A Gonzalo y a mi nos recuerda a cierto italiano con el mismo problema en el Refugio de la Renclusa, hace ya algunos años.
Madre mía… ¡Qué noche nos ha dado!
Con cara de sueño, desayunamos en el albergue y cargamos el material en el coche. Nuestro destino: el Valle de Valsevaranche, en Italia.
Nos hemos levantado un poco pronto para no pillar atascos en el Túnel del Mont Blanc. Este viejo túnel une ambos paises, pasando por debajo del Macizo, a lo largo de casi 12 Km. Pero debido a la tragedia ocurrida en 1999, donde un incendio en su interior acabó con la vida de 39 personas, el paso se produce de manera escalonada y suelen producirse atascos para llegar a él.
Una vez lo sobrepasamos, entramos por Courmayeur al precioso Valle de Aosta, plagado de viñedos en las laderas de las montañas, y continuamos camino hacia el Gran Paradiso.
Tras desviarnos y recorrer el Valle de Valsevaranche, tan solo hay que continuar hasta el final de la carretera, hasta Pont (1.900 m.); donde aparcamos el coche y empezamos a tomar conciencia de a qué nos enfrentamos…
Llego un pelín «revuelto» con tanta curva, y llevo los riñones un poco deshechos de conducir, pero enseguida me recupero y nos disponemos a iniciar la marcha.
Nuestro primer objetivo es alcanzar el Refugio de Vittorio Emanuele II, a 2735 m. de altura.
Para ello, cruzamos el río y caminamos tranquilamente por una amplia pista forestal que conduce hasta un primer refugio poco más adelante. De ahí a continuación, la pista se estrecha hasta convertirse en un sendero que poco a poco va ganando altura por entre un denso pinar.
Hace calor.
Caminamos rodeados de montañas de tresmil metros…
Entre grandes cimas, escalo al sol llevado por los vientos,
Entre farallones nevados desciendo hasta bosques inmensos,
Entre nubes de tormentas me desplazo junto al águila.
Al cabo de un rato de caminar por las «zetas» del camino, noto algo raro.
Parece que me cuesta respirar. Me mareo…
¡Me está dando una pájara!
Pero, ¿cómo es posible? ¿Me ha sentado algo mal del desayuno? ¿Me afecta el calor? ¿El coche? La altura no puede ser porque estamos rondando todavía los dosmil metros. Como si estuviera en Guadarrama.
Les pido a mis compañeros que, por favor, se detengan unos minutos.
Empezamos bien…
Una mariposa se posa junto a mi y por un momento parece que nos cruzamos las miradas. Tengo ánimos. Respiro profundamente, sacando fuerzas de flaqueza y continúo adelante. Áun tendré que detenerme dos o tres veces más y el camino se me hará duro, pero lograré llegar.
Quien me iba a decir a mi en este momento que esto solo sería el principio…
Caminamos despacio.
Torrentes de agua caen con fuerza desde los glaciares que se ven en las grandes alturas. Salimos del pinar y directamente pasamos a una vegetación de poco lustre, plagada de pequeñas hierbas y florecillas silvestres.
Aquí corre mejor el viento y parece que camino más cómodamente. Pero cada paso me está costando un esfuerzo que no entiendo. Estamos en alturas similares a las que tendría en el mismo Peñalara, allá en casa, pero parece que estoy mil metros por encima…
Con el paso de la mañana, mi moral está algo baja porque sigo sin comprender qué está pasando. Me duelen los riñones. Pero no digo nada. Todo pasará cuando lleguemos al refugio.
Al fin, a lo lejos, vemos una de las antenas del Vittorio Emanuele. A su derecha parte del Glaciar de Moncorvé y el Ciarforón alzándose silencioso…
Desde lo más alto miro al valle descomponiéndome en miles de formas,
transformándome en aire.
He perdido mis brazos, se han convertido en alas.
He perdido mis piernas, se han convertido en viento.
Un último esfuerzo.
Dejamos pasar a algunas personas que llevan un ritmo más rápido, y, en descargo nuestro, decir que también hemos adelantado a algunas. Realizamos las últimas curvas.
Casi al final del sendero vemos una pequeña escalinata realizada con piedras que nos eleva hasta la meseta donde el descanso nos aguarda.
El refugio es una estructura redondeada de tres alturas, con armazón de madera y techo de chapa. Pero a mi me parece un palacio.
Álvaro se adentra en él para informar de nuestra llegada y conseguir unas cervezas. Unas Moretti de 600 ml. que me saben como a manjar de dioses. Deben llevar algún tipo de sustancia dopante, me dicen estos con sorna, porque me recupero con rapidez.
Aprovechamos para comer algo y disfrutar de las vistas. Sin duda, alucinantes…
La tarde la pasamos recorriendo un poco los alrededores y descansando en la habitación, por cierto, aunque pequeña, muy bien acondicionada para cuatro personas. Esta vez, afortunadamente, no tendremos compañero de «celda».
Tratamos de dormir una siesta pero yo estoy demasiado preocupado por la «pajarilla» que me ha dado. Tomo ibuprofeno y me doy un poco de voltarén para los riñones que aún me duelen.
Contemplo alguna foto que llevo encima.
Me entra una profunda melancolía…
Espero que mi ánimo mejore tras la cena. Pero no puedo evitar tener dudas tras lo que ha pasado.
Al final bajamos a cenar a las 19h. y una deliciosa pasta italiana, seguida de carne con guisantes, me saca de mi ensimismamiento. El refugio está muy bien montado y el ambiente es muy agradable (mucho mejor que cualquier refugio francés que encontraremos).
Me gusta.
Hay incluso un nepalí sirviendo las mesas que me llama la atención, dado mi próximo viaje a India y Nepal. Es un tío majo por las dos palabras que cruzo con él.
Finalmente, vamos a dormir que tras la noche y el día que llevo, lo necesito más que nunca.
Mañana espera una jornada decisiva.
Y todo mi cuerpo lo siente.
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Día 3:
Son las cuatro de la madrugada. Y yo solo he conseguido dormir cuatro horas.
¡Maldita sea! ¿Nervios? ¿Mal cuerpo? Yo qué se…
Durante la noche ha pasado una tormenta por encima de nosotros y ha dejado lluvia y algunos truenos. Retumbaban con fuerza redoblada al rebotar en las paredes de las montañas.
Menos mal que estamos a resguardo, porque si hacemos un vivac nos reímos…
Desayunamos y salimos al exterior donde apenas se ve más allá de dos metros sin tu frontal.
Raudos, iniciamos la marcha pasando junto a la pequeña capilla del refugio («italianos»…). Queremos adelantarnos lo más posible de la gente para no tener una aglomeración en la zona de la cima, donde puede ser un coñazo pasar unos y otros.
Caminamos en la más absoluta oscuridad.
Voy contento porque parece que estoy recuperado ya que, a pesar del sueño, camino fuerte por entre las rocas.
Los frontales nos iluminan y resulta fácil seguir la senda. Casi no te das cuentas de los metros que avanzas ni de los minutos que pasan en la noche.
Tras nosotros una «serpiente de luz» nos sigue más abajo. Una hilera de frontales marca el camino desde el refugio hasta nuestra posición.
Cruzamos un arroyo que baja con fuerza desde los hielos que pronto pisaremos. Mucha gente decide remontar por aquí hasta la entrada del glaciar, pero Álvaro nos lleva por lo alto de la morrena que llega hasta la Testa di Moncorvé en donde el camino es más sencillo de seguir.
Miro al cielo y las estrellas son más puras aquí. La llamada «Estrella de la Mañana«, Venus, nos saluda por entre las crestas del Gran Paradiso mientras llegamos a nuestra primera parada.
Empieza a haber claridad…
Descendemos un poco hasta el comienzo del glaciar y nos equipamos.
Arnés, crampones, piolet…
Álvaro nos encorda: él irá primero, yo el segundo y Gonzalo el tercero.
¡Allá vamos!
Los primeros pasos son algo empinados. La nieve aún está dura y, en algunas zonas, nuestras puntas arañan el hielo que se halla bajo ella. Caminamos despacio pero con buen agarre. Seguros.
Álvaro nos lleva «en largo». De este modo si caemos en alguna grieta hay margen suficiente para poderse autodetener y mantener parado al afectado.
El suelo cruje bajo nuestros pies.
Salvo eso… silencio absoluto.
Poco a poco ganamos altura y, desgraciadamente, yo voy desfalleciendo de nuevo. Solo estamos a unos 3.300 metros de altitud. Ya he estado otras veces a esta altura y no he tenido problemas, pero imagino que lo de ayer está pasando factura de nuevo.
Cuento cada paso y trato de mantener un ritmo que, aunque lento, me permita continuar sin machacarme demasiado.
Poco a poco superamos la cota de los 3.500 metros por terreno mixto y bato mi propio record de altura. Aunque no le presto más atención de la debida puesto que muchas nubes nos están entrando y debemos darnos prisa.
El parte metereológico preveía nuevas tormentas por la tarde, pero estando aquí, te preguntas si puede que se hayan adelantado.
Aún así, confiamos en Álvaro y seguimos tirando con cierto sufrimiento hasta superar las «zetas» que llevan a la cota de los 3.600m. Aquí hacemos un pequeño descanso y vemos como el terreno llanea un poco hasta los 3.700 metros.
A lo lejos al fin vemos la cresta cimera…
Durante un rato me da la sensación de que me encuentro mejor mientras asciendo. Y me permito el lujo de ser consciente de donde estoy, sobre un glaciar, con dos amigos, escalando en Los Alpes. Aprecio el paisaje que me permiten las nubes con algunos ibones por debajo de mi y, por unos pocos minutos, soy feliz…
Contemplo al sol vistiendo montañas,
Contemplo a los hombres que están en los valles,
Contemplo al río que corre sigiloso y perdido.
Más adelante, unos poderosos seracs aparecen a nuestra derecha. Los primeros que veo con mis propios ojos en mi vida. Gonzalo y yo nos miramos extasiados, y compartimos la cautivadora visión.
Gracias al cielo no debemos pasar bajo ellos, porque solo la idea de que se desprendan ya te provoca un miedo reverencial que no te dejaría pasar por allí.
Hace mucho frío…
Desde aquí la ruta se vuelve cada vez más «pina», y, de nuevo, mi cuerpo se queja con cada paso. Cada paso empieza a convertirse en un suplicio, pero no me voy a dejar vencer.
Gonzalo, a mi espalda, camina lento pero fuerte.
Finalmente, superamos un collado junto a unos enormes «dedos» de roca y, con él, la cota 3.900; el cielo parece querer darnos una tregua.
Hace bastante viento. Casi: ventisca. Las nubes se despejan.
¡Vemos la cumbre!
Son tus ojos de azul intenso, montaña altiva,
en invierno congelada y en verano activa.
Miro a los hombres en busca de tus gozos,
miro a los hombres profanándote,
queriéndote dormida.
Según gano altura mi cuerpo se desgasta a pasos agigantados.
Algo no va bien. No debería ser así. No puede deberse solo a la pájara de ayer.
Las piernas arden, el cuerpo pesa una tonelada. Paramos unos segundos cada pocos metros. Los pulmones trabajan a marchas forzadas para suministrar el oxigeno que las articulaciones demandan. Ya no percibo el sudor recorriendo mi frente.
Camino casi desconectado.
Los alpinistas que nos han ido adelantando se hayan ahora en la cumbre. A este lado: una ladera glaciar que te llevaría directo a los seracs si resbalas. En la otra vertiente: una caída cortada de más de mil metros.
Estamos muy cerca, pero mi cuerpo parece no querer más.
Trepamos por las rocas congeladas. El hielo crece venteado hacia el norte y las piedras están frías como nada que haya tocado anteriormente. No siento las yemas de los dedos. Se me están congelando. ¿Es el efecto de la ventisca que nos azota y lanza nieve, o necesito mejor equipo?
Álvaro nos ayuda con la cuerda. Dejamos pasar a unos italianos, otros nos ceden las peñas a nosotros.
Dios, ¿como se puede sufrir tanto y seguir para adelante?
Me yergo todo lo alto que soy y, sin quererlo, veo frente a mi a la Madonna. La virgen que corona el Gran Paradiso… a 4.061 metros de altura.
¡Estoy en la Cumbre!
Ganamos nuestro Edelweiss.
Hay gente que intenta alcanzar con cuerdas los pies de la vírgen pero tardaríamos casi una hora en lograrlo todos, según Álvaro, así que hacemos las fotos de rigor e iniciamos el descenso.
Con mucho cuidado…
La bajada es rápida hasta el collado sito a 3.900 m.
Dejamos pasar a algunos grupos de gente. Al menos no hemos sido los últimos, cosa que empezaba a temerme mientras subía.
Agito mis manos con fuerza y estrecho los dedos de los pies contra las botas para mejorar el riego sanguíneo; pronto vuelve el calor a ellos.
Poco a poco empiezo a ser consciente de lo que acabamos de conseguir. Pero la felicidad no es absoluta, porque se ha sufrido demasiado. Y el intenso frío y la gente no nos han dejado disfrutar de la cima como en otras ocasiones.
Seguimos bajando hasta la cota 3500 donde nos desharemos de algo de ropa de abrigo. Es una lástima que en la bajada me haga un par de «sietes» en los pantalones con los crampones, pero lo estrecho del camino, el cansancio y la nieve reblandecida me hacen caminar mal.
Le busco una solución con esparadrapo y seguimos descolgándonos del monte.
Sobrepasamos el terreno mixto y nos adentramos de nuevo en la zona donde el hielo es más visible. Caminamos siempre en vertical, y no en horizontal al glaciar, para no tener una desagradable sorpresa con alguna grieta.
Poco antes de alcanzar «terreno seco», el Paradiso nos hace un último regalo. Como si quisiera recompensarnos por nuestra osadía. Las nubes se levantan otro tanto y vemos, en la lejanía, por encima de cualquier otra montaña del paisaje, al Mont Blanc. Nuestro destino de mañana.
Te conmueven semejantes vistas.
Con él delante seguimos descendiendo, cada vez mejor físicamente, hasta llegar al pie de la morrena glaciar.
Desde aquí, tan solo hay que seguir el arroyo por el barranco, que esta noche no quisimos subir, hasta el refugio. Efectivamente, de día es fácil seguir los hitos, pero en la oscuridad resultaría aún más fácil perderse.
Llegamos sin incidentes al refugio, tras dejar atrás a un rebaño de cabras alpinas, y nos recompensamos con una nueva Moretti antes de comer algo.
Físicamente ahora me encuentro bien. Aunque uno de los dedos del pie derecho me ha llegado a doler bastante llegando al refugio. Quizás por la postura del mismo al presionarse contra la bota en la bajada. No sé.
Descansamos casi una hora antes de ponernos de nuevo en marcha. Y yo, sin saber que este pequeño detalle me reclamará mi orgullo en unos días.
Disfruto de la bajada más que de la subida. Al menos hoy puedo contemplar el paisaje sin ir hecho polvo.
A mis pies, este espléndido valle que me recuerda mucho a los Pirineos.
Bajamos charlando sobre el mundo audiovisual en la montaña y otros temas. Incluído el asunto de mi extraño rendimiento físico. Álvaro coincide conmigo en que no es muy normal, porque no debería haber mal de altura ni situaciones similares en esta montaña. Pero que no le de mayor importancia.
Sin embargo, una idea empieza a rondar mi cabeza.
Veremos qué pasa mañana cuando vayamos al Mont Blanc.
En poco tiempo llegamos al aparcamiento y cargamos de nuevo las cosas para volver a Francia. Pagamos casi cincuenta euros por hacer un «ida y vuelta» en 24 h. por el Tunel del Mont Blanc y no vamos a desaprovecharlo.
A la vuelta vemos las tremendas Agujas de Peuterey, una de las rutas de ascensión más complicadas al Mont Blanc.
Sin embargo yo ya solo pienso en descansar, cenar y dormir las horas que me faltan.
Mañana tenemos un encuentro con «la realeza». Aunque yo ya no tengo nada seguro…
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Día 4:
Anoche tuvimos un pequeño jaleo al llegar a la Gite D´Etape. Marie, como buena francesa (visto lo visto en otros alojamientos), había cancelado nuestra reserva por su cuenta y riesgo. Así que tuvimos que irnos a otro albergue, algo peor en su interior, pero precioso en el exterior… la Gite La Montagne.
Tras una rica cena preparada por Álvaro, por fin he logrado dormir. ¡Casi 11 horas!
Mi cuerpo lo necesitaba.
Hoy me siento más fuerte.
Ayer planificamos el ataque al Mont Blanc. El plan original era subir hoy al Refugio de Tête Rousse e intentar cima pasado mañana desde allí, para luego descansar en el Refugio del Goûter. Si bien, comprobado el rendimiento ayer, ahora subiremos a cada refugio en dos etapas para bajar del tirón desde la cumbre.
No obstante, y visto lo visto en Italia, todo dependerá de como se llegue al primero de los refugios franceses. Así que, por el momento, paso a paso con tan solo un objetivo: llegar allí.
Luego ya veremos.
Tras desayunar algo ligero, cogemos el coche y nos dirigimos a Les Houches, donde cogemos el teleférico que nos lleva hasta una de las paradas del mítico Tranvía del Mont Blanc.
Gracias a ambos ganamos más de mil metros de desnivel y pronto nos hayamos en disposición de caminar hasta el Tête Rousse.
La vía férrea lleva interrumpida un par de años debido a las obras que están tratando de proteger el viejo tren de las avalanchas que se producen en algunas temporadas. Así que no podremos hacer parada en el Nido de Águilas sino que comenzaremos a caminar desde el Collado del Monte Lachat, a casi 2.100 metros de altura.
Desde aquí parte un viejo sendero que han recuperado y ampliado para llegar hasta la Cabaña Forestal des Rouges. No es del todo seguro, pero tampoco es que sea muy peligroso.
Las nubes nos impiden ver la vastedad que nos espera, pero con los trazos que hemos atisbado y con las piernas fuertes nos ponemos en camino desde las vías del tren.
El sendero se divide en tres «pantallas de videojuego», como nos comenta gracioso Álvaro. En esta primera, la senda circula serpenteando por la ladera de la montaña entre hierbas bajas, como si por un camino de Picos de Europa o Pirineos nos hallásemos.
El camino es sencillo, con el Valle de Chamonix abajo a la izquierda, y rompes a sudar rápidamente. Preparándote para la «segunda pantalla».
Esta llega cuando nos adentramos en Les Ruines. Una zona apodada así por las ruinas de algunas cabañas de pastoreo. Y toda ella, un inmenso canchal de cómodo paso que nos empieza a elevar de forma más pronunciada.
Encontramos algunas cabras alpinas, estas de temible cornamenta, tomando el sol entre las rocas.
Todo este lugar no es peligroso, al menos hasta llegado un punto en donde un cartel nos indica que entramos en un sector donde es obligatorio el uso de crampones y piolet en determinadas épocas del año.
A partir de este punto, la cosa se vuelve peligrosa, ya que la roca está más suelta en las partes superiores del camino, y los alpinistas que están por encima de nosotros pueden lanzárnoslas sobre nuestras cabezas sin querer.
Por ello, nos detenemos un minuto y nos ponemos el casco.
Desde aquí, hay que caminar ligeros.
Pero me veo fuerte. Y noto como el cuerpo se ha aclimatado a la altura… Respiro perfectamente.
El camino se estrecha a tramos de no más de un metro de ancho, en donde según la peligrosidad del avance encontramos incluso peldaños de metal o cadenas ancladas en la pared para facilitar el progreso.
En un punto del camino encontramos incluso una escalera por la que hemos de subir, con la espalda bastante expuesta al valle.
Lo pasamos con rapidez.
Las campanas de las iglesias del valle llegan a nosotros como rumores de una civilización de la que huímos…
No vamos tensos, más bien divertidos. Charlando y bromeando incluso. Pero tampoco nos confiamos.
Pocos minutos después llegamos al collado, por encima de las nubes, y ante nosotros se levanta la grandiosidad que antes nos fue vedada. La Arista Payot hacia los refugios de altura, el Couloir de «La Bolera», el Dôme du Goûter y el Aiguille de Bionnassay; y, más allá, invisible a nuestros ojos… el Mont Blanc.
¡Qué vertiginoso es dirigir la mirada a tal inmensidad!
El corazón salta en nuestro pecho ante la magnificencia que ven nuestros ojos. El día luce espectacular. Resulta difícil creer que haya vientos de 100 Km/h en la cumbre, según la Casa de la Montaña.
No nos podemos creer que estemos aquí.
Algunas cabras vienen a saludarnos mientras nos quitamos el casco y charlamos con unos españoles que también suben para arriba.
Tras reponer fuerzas, nos cargamos de nuevo las mochilas e iniciamos de nuevo el ascenso.
La roca tiene un agradable olor a roca… Este mundo está hecho para nosotros.
Nos sentimos en paz en este rincón del planeta.
La «tercera pantalla» de nuestro particular videojuego se vuelve pronto empinada y de nuevo encontramos algunos cables y cadenas para superar trechos expuestos o resbaladizos.
Pero no resulta un camino nada complicado.
Sin embargo, poco a poco el efecto de subir sin parar más el esfuerzo del día de ayer empieza a notarse en las piernas y empezamos a notarnos un pelín cansados.
Respiro bien, mis pulmones trabajan como nunca antes, pero cada vez voy más sosegado para no forzar la máquina.
El ritmo es bueno, y así puedo llegar a cualquier lado, pero en unos tiempos un poco lentos según vaya ganando altura. Creo que mi idea de ayer se va convirtiendo poco a poco en una decisión firme.
Así, lentamente, llegamos a ver las antenas del refugio y los cables de medición de progresión del glaciar. Poco más adelante, entre las rojizas piedras que dan nombre a este lugar, desde una pequeña cabaña de madera se nos da la «bienvenida» al Tête Rousse.
Tan solo resta cruzar un pequeño trozo de glaciar y habremos llegado, cansados, a nuestro destino.
Pisamos las nieves eternas del Mont Blanc…
Aquí nos esperan unas cervezas, normalitas, y una pedazo de tortilla a la francesa de al menos «un kilo» de peso.
No es que sea nada del otro mundo, y menos con la típica bordería chovinista de los guardas franceses de servicio, pero con el hambre que llevamos, nos sabe a gloria.
Cuando las nubes abren, las vistas del Glaciar de Bionnassay, con sus seracs quebrados y placas en suspensión resultan sobrecogedoras. Y, mientras Gonzalo se echa una siesta… Álvaro y yo hablamos.
Con todo el dolor de mi corazón le digo que yo no me veo en condiciones de poder hacer cima en un tiempo razonable. Cierto es que, según el nuevo plan, mañana podría llegar de sobra al Goûter. Pasado mañana hay una ventana de buen tiempo para intentar la cima antes de la tarde, en donde se preveen tormentas. Pero es ahí donde no lo veo claro.
Me veo fuerte, pero no me veo rápido y aquí hay que ser veloces. Si me vuelve a pasar lo del Gran Paradiso corremos el riesgo de ponernos en peligro por mi culpa.
Hice dos promesas antes de venir y no estoy dispuesto a incumplirlas, poniéndonos en ese trance. Hay algo que no va bien en mi cuerpo y no se qué es. Por ello trato de convencer a Álvaro de que, una vez en el Goûter lleve a Gonzalo a la cumbre. Él está fuerte y es más que capaz de hacerlo, aunque quizás no sea muy consciente de lo mal que va a sentirse a partir de los 4.400 o 4.500 metros.
No quiero dejarle sin la cumbre, por mucho que me duela no conseguirla a mi.
Sebastián Álvaro, creador de «Al Filo…«, dijo una vez que la auténtica cumbre no es alcanzar la del Mont Blanc ni la del Everest, sino el conocimiento de nosotros mismos. Porque el verdadero sentido de la vida como el de toda aventura y todo deporte, no está en la meta sino en la búsqueda.
Y yo creo haber encontrado mis límites en esta ocasión. Aunque no las razones.
Un sueño desaparece en esta ocasión…
Álvaro está de acuerdo conmigo, aunque hará lo que Gonzalo y yo decidamos en último término. Mas él cree que podemos intentar otra ascensión juntos, como amigos y para unirnos más como «cordada», en el Mont Blanc du Tacul. En pleno macizo. Rodeados de glaciares.
Así compartiríamos otra cumbre unidos, y nos llevaríamos el «otro» Mont Blanc.
Un sueño se transforma…
Yo no decidiré nada en esta ocasión. Mi posición es firme, pues pienso más en Gonzalo que en mi. Por encima de todo, está él.
Cuando despierta, Gonzalo escucha a Álvaro y acepta el cambio de plan. Cada día me sorprende más la grandeza de mi compi. Aunque trato de decirle que él puede llegar y que yo le portearé hasta el Goûter lo que haga falta, Gonzalo dice que no.
Mañana descenderemos.
El sol se pone sobre el Mont Blanc…
Cumbres, divinas cumbres, excelsos miradores…
¡Que pequeños los hombres! No llegan los rumores
de allá abajo, del cieno; ni el grito horripilante
con que aúlla el deseo, ni el clamor desbordante
de las malas pasiones… Lo rastrero no sube:
ésta cumbre es el reino del pájaro y la nube…
Estrecho la mano de mi amigo y damos un paseo por los alrededores.
Tras de nosotros, un pequeño campamento se aposenta bajo el frío junto a unas rocas plagadas de placas en honor a los que han caído aquí. La escena estremece.
Escuchamos como se rompe un serac del glaciar y retumba por todo el Circo. Extraordinario.
Álvaro nos cuenta algunas historias dramáticas de gente que no toma la decisión que yo he tomado, o de guías sin escrúpulos que suben a la gente sin preparación.
Cada vez creo haber estado más acertado en mi decisión. Aunque se que decepcionaré a mucha gente en casa. Pero ser montañero significa mucho más que hacer cumbre.
Setecientos metros por encima de nuestras cabezas, vemos el viejo Refugio del Goûter a pocos metros del nuevo y reluciente que terminan de construir en estas fechas.
Sin duda una obra necesaria, dada la mala fama del antiguo.
La noche se aproxima con rapidez.
Y el frío parece que cesa, junto el soplar del viento.
Unas rocas caen por el couloir, como si estuvieran aquí al lado.
Durante la cena (bastante mala, por cierto, para que luego hablen de la cocina francesa) entablamos amistad con unos chicos navarros que suben solos y a la aventura, hasta donde el cuerpo les lleve. Desgraciadamente no tienen reserva en el Goûter y, suponiendo que les dejen dormir mañana allí, van a pasarlo mal.
Casi sin pensárnoslo les ofrecemos nuestra reserva que, gustosos, nos pagan y agradecen más de una y dos veces.
Espero sinceramente que lo consigan.
No se si volveremos a saber de ellos.
En el exterior las banderitas de oración se agitan suavemente mecidas por la brisa de Los Alpes. Aquí, en el interior, mientras la gente se retira a dormir, algunos de los cocineros nepalíes cantan canciones de sus lejanas tierras… mientras yo dejo volar mi mente, ausente, lejos de aquí… a mi casa.
~
Día 5:
La noche en el Makalu, nombre de nuestra habitación, ha vuelto a ser incómoda a pesar de los tapones.
Hay tres turnos para empezar la odisea de cada cual: a la una, a las cuatro y a las siete. Y más de un maleducado no se da cuenta que la mochila hay que dejarla preparada fuera de las habitaciones.
Aún así, logramos dormir con cierta decencia y salimos del refugio antes que nadie, con dirección al tranvía.
Descendémos rápidamente por la arista que ayer ascendimos, dispuestos a no dejar que nadie se nos acerque mucho por detrás. De este modo podremos superar el canchal sin que nadie nos tire rocas encima ni que se nos cruce de subida en nuestro camino.
Mientras bajo, aprovecho para recoger una pequeña roca, como es mi costumbre, de este lugar.
Al menos me llevo algo del «Rey de los Alpes».
Llegamos de nuevo al collado y nos ponemos el casco para iniciar la bajada.
Las Agujas de Chamonix recortan las rayos del sol formando una estámpa idílica sobre el valle al que queremos llegar.
Un rumor sube desde el allí: un helicoptero, pequeño como una libélula desde nuestra posición, sube lentamente y desaparece por entre las peñas por las que hace un rato deambulamos. ¿Habrá pasado algo anoche?
Con ese lúgubre pensamiento continuamos la bajada, que transcurre sin incidentes hasta que llegamos a la Estación de Lachat. Cerca de llegar, el dedo de mi pie derecho vuelve a hacer de las suyas y les pido a los chicos que esperemos a la llegada del tren, antes que bajar andando hasta el teleférico.
Así, esperamos junto a unos gallegos cantarines charlando de los viñedos de Gonzalo y otras andanzas de la vida de cada uno en España.
Como se añora el hogar.
En fin…, el resto de la llegada al valle se hace sin mayores dilemas y nos apresuramos para cambiarnos y comer algo, antes de irnos a Les Gaillands; donde trataremos de escalar una pared de 80 metros en pleno corazón alpino.
Esta vez, Marie no ha cometido ningún error y nos aloja en la misma habitación que el primer día: Le Cui.
Nos aseamos y cambiamos; y eso nos hace sentir casi como en casa.
Poco después, tras unas compras en el pueblo, partimos hacia las escuelas de escalada de Les Gaillands, a dos o tres kilómetros de Chamonix donde vamos a intentar escalar una vía. Yo ya lo he hecho con anterioridad, pero para Gonzalo es una novedad, y esta vez seré yo quien vaya el último para controlarle a él.
El lugar es mágico.
Las montañas se reflejan en el lago, a los pies de las ruinas de lo que parece un viejo monasterio o castillo.
Poco más allá: el gran muro.
Docenas de niños acompañados de sus instructores o sus padres practican en la pared mientras otros muchachos se divierten en las tirolinas que cruzan el lago. En Francia, la escalada es deporte obligado en las escuelas.
Quien sabe a donde habríamos llegado Gonzalo y yo si en España hubiera sido así.
La pared está llena de numerosas vías de diferente graduación.
La nuestra no supera el «IV+», porque tampoco es plan de que Gonzalo, sin haberlo hecho nunca se agobie como me paso a mi la primera vez. En Cantabria. Logré superar un «V» o «V+» (no recuerdo bien), pero las pasé canutas.
Echamos la tarde repasando los conocimientos de encordamiento en glaciar que Álvaro me enseñó ayer mientras Gonzalo dormía, y comentando las mejores técnicas para subirse a una pared.
Finalmente nos lanzamos a la pared y subimos los tres largos con soltura.
Gonzalo se lo pasa muy bien y yo disfruto de cada tacto con la roca, echando un ojo cada dos por tres hacia mi espalda, viendo como el Mont Blanc se cubre de nubes y nos mira indiferente.
Tras descender por la Vía Ferrata que sale desde nuestra izquierda, volvemos a La Tapia, deseando que hoy «el inglés» nos deje dormir.
Mis pensamientos aún divagan en el albergue y se hacen preguntas sobre el rendimiento físico. Mientras me curo una ampolla reventada en la bajada de la montaña, y le fabrico una buena «armadura» para mañana, me pregunto qué ha ido mal o qué no se ha preparado bien.
Aunque todo se olvida cuando te enteras de que en casa, tu mujer está en cama con 39º de fiebre por vete tú a saber qué.
Genial…
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Día 6:
A pesar de las preocupaciones, a mi ya no hay quien me despierte.
Con los tapones, a pesar del «pedete» alcohólico y los ronquidos que traía el inglés, he podido dormir bastante bien. Gonzalo no tanto.
Son las 5:30 de la madrugada y nos disponemos a ir lo antes posible al teleférico del Aiguille du Midi para poder acceder al corazón del Macizo del Mont Blanc, por casi unos 50 € (aquí hay que pagar, y mucho, por todo).
Nos levantamos tan pronto ya que son numerosos los escaladores y alpinistas que tratan de hacer travesías o cumbres con el primer transporte de la mañana. Y, por ello, suele ponerse hasta arriba de tropa.
Mi cabeza no está para muchos trotes a estas alturas, pero no estoy dispuesto a dejarme vencer de nuevo ni dejar que Gonzalo se quede de nuevo sin cumbre. Además, me veo fuerte, capaz de vencer sin dudas al «Tacul«. Así que, con los primeros rayos de sol, superamos un desnivel de 2.700 metros en pocos minutos (con dos paradas), hasta llegar hasta la más conocida de las Agujas de Chamonix, a 3.842 m.
El trayecto es sin duda impresionante, viendo bosques, morrenas y glaciares quebradizos a ambos lados de la frágil cabina. Pero lo que me mantiene intranquilo no es esta delicada subida, sino el áereo recorrido que debemos transitar para descender hasta el Macizo.
Una arista de nieve de varios cientos de metros de longitud con una caída de más de doscientos hacia el Valle Blanco, y dosmil… directos… hasta Chamonix al otro lado.
Procuro no pensar en ello. Pero es inevitable. Esto no estaba en el programa original, aunque sabía que era una posibilidad si no lográbamos el Mont Blanc.
Recorremos los pasillos que entrañan la «Aguja del Mediodía» hasta llegar a la Cueva de Hielo, por donde saldremos a la arista. Preciosa. El viento aulla por el tunel congelado, como si afuera una bestia aguardara en su trampa.
Es un sonido que curiosamente, asusta al principio y luego reconforta.
No sabría explicarlo.
Nos calzamos todo el equipo, nos encordamos y salimos al exterior sin pensárnoslo.
Es imposible, ya que la foto no le hace justicia, explicar lo que uno siente en esos minutos en que camina por el filo de una navaja.
Por mucha cuerda que te asegure, sabes que las posibilidades de matarte son más reales que nunca. Tan solo puedes confiar en Álvaro y en tus conocimientos, que son los suficientes.
Aún así, la tensión es abrumadora. Los pasos: milimetrados. Y las miradas hacia los laterales… inexistentes.
El descenso dura unos diez minutos. Pero parecen horas. Gonzalo ha abierto brecha y reconoce su impresión, e incluso miedo, al hacerlo. Álvaro nos aseguraba desde atrás y por momentos creo que le resulta divertido hacer estas cosas con unos alpinistas novatos como nosotros.
Al fin llegamos al Valle Blanco y el silencio se apodera de nuestro alrededor mientras pasamos junto a unas tiendas de campaña emplazadas a los pies del Refugio de los Cósmicos.
Frente a nosotros, los cuatromiles que flaquean a su «soberano». Y un cúmulo inmenso de nubes con mala pinta que cubren las cimas. No se si al final vamos a tener suerte hoy. Álvaro nos dice que, por lo que ve, no cree que hubiéramos podido hacer cima en el Mont Blanc, lo cual me tranquiliza, pues mi decisión fue aún más correcta si cabe.
Las dimensiones y majestades de este lugar son algo como no había visto anteriormente.
Es algo que me emociona y me abruma.
Tras una pequeña pausa para recomponer el estilo de cordada, seguimos adelante, dejando tras de nosotros la Aguja y su arista, con el refugio emplazado subre sus rocas inferiores. A la izquierda…
Nosotros caminamos, ahora golpeados por un intenso viento que nos hace rememorar el frío de días pasados, y cubrirnos la cara del azote de la nieve. Afortunadamente yo llevo «químicos» en los pies y manos, y esta vez no siento la desazón del Gran Paradiso.
Veo el cúmulo de seracs por debajo de los cuales tendremos que pasar para lograr la cumbre del Mont Blanc du Tacul. Uno de ellos ha caído ayer…
Es un tramo muy peligroso y tendremos que recorrerlo deprisa porque, esta vez, si, nos la jugamos bajo esos inmensos bloques de hielo.
Tras unos minutos comenzamos a subir y poco a poco vamos ganando altura.
Y entonces aparecen los problemas de nuevo… Algo sigue sin ir bien, como estos días atrás.
El cuerpo parece resistirse a la escalada. Hacemos zetas sobre la nieve dura, trepamos por una canal de hielo vivo en donde solo puedo apoyar tímidamente las puntas delanteras de los crampones, y mi piolet tan solo araña la superficie del cristal azul.
Elevar mi cuerpo es como levantar un camión.
Los pulmones, a pesar de funcionar bien, trabajan a toda velocidad para compensar las aceleradas pulsaciones de mi corazón. Un extraño calor sale de mi interior.
¿Qué demonios me está pasando estos días? Esta mañana estaba perfectamente. No quiero tener que dar la vuelta…
No puedo. No debo.
Cruzamos a toda velocidad uno de los pasos más peligrosos: una rimaya que puede desprenderse, y nosotros sobre ella, en cualquier momento.
No lo pienso. Solo corro.
Y entonces, el dedo de mi pie derecho decide doler por última vez. Como si me clavaran agujas al rojo sobre el hueso. Esto no debería pasar. Quizás al bajar, pero no ahora. Y cada paso es un martirio más allá de cualquier imaginación.
Recuerdo mi rodilla en Torre Blanca…
Por encima, la «Espada de Damocles» pende sobre nuestras cabezas. Tensa espera.
Confieso mis dolores, pero quiero seguir adelante, no puedo dejarme vencer.
Con el tiempo, la nieve se extiende ante mi infinita, como el más profundo de los mares. Llevo escalando ya un rato y mi cerebro ha entrado sin quererlo en una zona donde las sensaciones te llegan de forma sesgada, y superficial; como si se desconectara y olvidara cualquier sentimiento de dolor, soledad, miedo o desesperación, que hasta hace un rato estaban bien presentes…
Pero la derrota está ahí y mi moral se hunde.
No puedo más. Lo admito.
Me disculpo con más vergüenza que talante ante mis compañeros y decidimos bajar. Así no podremos llegar y aún estamos un poco por debajo del hombro del Tacul. Todavía no estamos seguros.
La bajada es rápida entre dolores.
Llegados de nuevo al Valle Blanco vuelvo a disculparme varias veces con Gonzalo, no puedo mirarle a la cara. Entiendo perfectamente que esté disgustado, e incluso enfadado.
Siento que le he decepcionado, y con él a mucha gente. Incluído a mi mismo. Aunque eso no importa ahora, porque realmente solo pienso en mi compañero.
Tras toda la preparación, todas las ilusiones, todos los sueños… la cosa acaba así.
Mientras caminamos de nuevo hacia el Aguille du Midi, que tendremos que escalar desde abajo, pasan unos tensos minutos. Únicamente cuando Gonzalo dice mi nombre para que me fije en lo bonito que está el glaciar cuando el sol lo ilumina, como si nada hubiera pasado hace unos minutos… me derrumbo definitivamente.
Demasiada tensión, demasiadas emociones, demasiadas preguntas…
Y un compañero demasiado grande para mi.
Gonzalo se sorprende y me abraza, lo cual no facilita mi autocontrol.
Unas rocas caen desde la Arista del Cósmicos mientras unos escaladores cruzan sus farallones.
Reanudamos la marcha y yo camino en silencio.
Abatido.
Roto.
Solo pienso en como compensar a mi amigo. Y una idea se forma de nuevo en mi cabeza. Aunque tardará en verse cumplida y quizás no lo recuerde cuando la lleve a cabo… pero le compensaré.
Ascendemos hacia la arista con paso lento.
Antes de remontarla haremos un pequeño descanso, y luego trataremos de subirla en dos largos.
El riesgo ahora es encontrar gente de bajada y tener que apartarse a un lado para dejarnos pasar unos a otros. A mi, personalmente, poco me importa nada en estos momentos. Tan solo deseo llegar de una vez arriba y descansar de tantas emociones.
Dejamos atrás el Valle Blanco y los teleféricos que van desde el Midi hasta la vertiente italiana, y subimos por la arista nevada. El famoso Âne del Mont Blanc (un pequeño capuchón de nubes) se está formando sobre su cima. Pronto habrá tormenta.
De nuevo, las miradas no se desvían del camino. Solo existe la concentración en el camino. En dar los pasos correctos y no resbalar.
Por momentos aceleramos el paso.
Yo casi no siento dolor. Estoy más allá del mismo. Aunque se que sigue ahí.
Gonzalo jadea, cogido por sorpresa con nuestro rápido cambio de ritmo.
Una ráfaga de viento me golpea y casi me desequilibra sobre la parte más delicada del trayecto, pero me mantengo clavado. El terreno llanea y por fin llegamos a la cueva de hielo.
Me parece oír unos vítores y aplausos de algunos turistas, mayoritáriamente japoneses, que se han acercado a ver subir y bajar a los alpinistas. Como si de un espectáculo se tratase.
Seguramente figuraremos en alguna de sus fotos, pero paso junto a ellos sin hacerles ningún caso, con la adrenalina disminuyendo a toda velocidad, para quitarme el equipo en silencio.
Gonzalo vuelve a darme ánimos mientras recorremos los entresijos de la fortificación alpina. Contengo mis emociones.
Vemos como las ténues nubes cubren al Mont Blanc y, aunque ahora no lo parezca, imaginamos lo feo que se va a poner la cosa en un rato. De hecho, por la tarde nos enteraremos que un montañero murió esa misma tarde por un rayo en el Macizo.
Descendemos hasta el valle y poco a poco voy recuperando mi humor.
Aunque ya solo deseo volver a casa.
Desgraciadamente para mi, aún me queda una odisea por pasar y, como para confirmar mi extraño estado físico tendré que pasar una leve gastroenteritis a lo largo de toda la tarde, mientras Gonzalo busca su teléfono perdido.
Por fortuna nada llega a ser grave: Gonzalo recupera su móvil y yo logro cenar decentemente antes de irme a la cama, pensando en el día de mañana. En el vuelo. Y en mi hogar…
Lo importante es seguir sonñando…
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Día 7:
El día de regreso.
Todavía me siento raro, pero el cuerpo parece descansado después de todas las tensiones de ayer.
Desayunamos en el Elevation1904, un clásico y estupendo café de Chamonix, con estupendas camareras, antes de hacer unas últimas compras y recoger las cosas en el albergue.
Pero antes, una sorpresa. Como si el «rey» quisiera hacernos un regalo para no irnos del todo tristes, en una tienda, mientras Gonzalo compra unos souvenirs, nos encontramos con los chicos navarros a los que les cedimos nuestra reserva en el Goûter.
¡Han conseguido la cumbre del Mont Blanc!
Nos agradecen mucho el favor que les hicimos y nos conceden parte de la cumbre conseguida ya que sin nosotros, dicen, no la habrían alcanzado. Lo pasaron mal en la ascensión e incluso tuvieron que esperar por culpa de los vientos de la arista cimera. Pero al final lograron coronar la cumbre.
¡Cuanto nos alegramos! No os lo imagináis.
Nos despedimos con unos apretones de manos, y los dos nos vamos al refugio con una sonrisa en la boca. Al final, no es todo tan malo como se pinta.
En la Gite, nos depedimos de Álvaro. Nos intercambiamos datos, direciones y correos, y nos vamos con la sensación de haber encontrado algo más que a un guía… A un amigo.
Ambos esperamos que él piense lo mismo.
Tras echar gasolina, nuestro Seat Ibiza de alquiler, nuevecito, nos lleva desde el valle hasta la autovía y desde ahí rumbo a Suiza.
Una última mirada atrás nos deja ver la muralla que supone el Macizo del Mont Blanc por encima de la civilización creada por los hombres. Más allá del verdor de los «dosmiles», y el gris roca de los «tresmiles».
Allí solo hay blanco. Nieve eterna y nubes…
Llegamos a Ginebra tras pagar los únicos siete euros que supone cruzar los dos peajes que encontramos. No muy caro dados los antecedentes de otros viajes por Francia.
Devolvemos el coche sin mayores problemas en el parking del aeropuerto y nos vamos a comer a una hamburguesería. Algo de comida basura viene bien después de tantos días de esfuerzos y comidas comedidas.
Tras facturar (en donde tendremos más problemas que en Barajas para pasar el equipo de montaña), pasamos el resto del tiempo hasta el despegue en una cafetería, tomando Latte Macchiato y escuchando, curiosamente para mi, el «Hey! Jude» de los Beatles por la megafonía. Leemos y pensamos en los días pasados.
¿Tengo o hace calor?
El caso es que me voy de Los Alpes con sensaciones encontradas. Sensaciones agridulces.
Por un lado hemos logrado nuestro primer cuatromil, y por otro me he tenido que retirar de otros objetivos impidiéndole a mi amigo que consiga más cumbres, como suele ser su costumbre.
Se que así es la vida y que habrá otras oportunidades, pero todo lo sucedido me hace platearme muchas preguntas.
Aunque parezca mentira, no soy la misma persona que salió de España hace siete días. He cambiado. Me he encontrado más a mi mismo. Mis límites. Mis alegrías. Y mis miserias…
Dice un dicho montañero, que Gonzalo me recuerda, que lo importante es: «Volver sanos, volver amigos y, si puedes, volver con la cumbre.»
A mi, hoy, solo me importan las dos primeras afirmaciones.
Mientras volamos rumbo a casa, solo pienso en que ya he tenido bastante montaña por una temporada. Y en que tengo dos deudas pendientes… y las voy a pagar.
Volveremos a vernos…
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Conclusiones:
Finalmente, tenía calor. Mucho calor.
Pasé los siguientes días con 38º de fiebre, tirado en mi casa. Mi chica y yo pensamos que ambos pudimos coger este extraño virus en la boda de nuestro amigo Amador, donde una amiga y sus niñas ya estaban infectadas o incubándolo.
No obstante, eso es indiferente. Jamás lo sabremos a ciencia cierta. Las cosas vinieron así y así se quedarán.
Las preguntas que me hago ahora son:
- ¿Podría haber hecho cumbre en el Mont Blanc de haber estado en plenas facultades físicas y mentales?Es posible, aunque lo dudo. Quizás me faltó algo más de entrenamiento de intensidad yendo a Pirineos a realizar marchas largas y pesadas. Pero las circunstancias de mi vida en los últimos meses me impidieron realizar ese primitivo plan de entrenamiento.
- ¿Fue la incubación del virus lo que me mantuvo bajo de forma durante toda la semana?Es posible. Pero no quiero usarlo como excusa. Algo no fue bien durante toda la «expedición», pero si hubiera estado más en forma quizás lo habría sobrellevado mejor.
- ¿Se nos puede considerar «Alpinistas»? Como alguno me ha dicho…Técnicamente, «Alpinista» es aquel que escala en Los Alpes. Y nosotros hemos pasado de ser Guadarramistas a Piquistas y a Pirineistas. El escalar un cuatromil en los Alpes o hacer numerosas actividades técnicas sobre aristas o glaciares en sus Macizos no se si te da derecho a llamarte así…Decididlo vosotros…
Como bien decía hace unas líneas, hoy solo tengo certeza de una cosa mientras escribo, días después de nuestra «odisea»: que quizás los «cuatromiles» no sean para mi, pero si Whymper tardó seis intentos en conquistar el Cervino, yo seguiré intentándolo con todo mi corazón hasta que realmente me echen de su reino para no volver jamás…
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Hay una lección que debes aprender:
inténtalo, inténtalo, inténtalo otra vez.
Si no consiguieras tener éxito,
inténtalo, inténtalo, inténtalo otra vez.
Entonces mostrarás tu valor,
porque si perseveras,
vencerás, no temas.
Inténtalo, inténtalo, inténtalo otra vez.
Hickson
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Dedicado a todos los que una vez creyeron en nosotros.
No os preocupéis… Lo seguiremos intentando.
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¡Grande Gonzalo! y… ¡Grande Mieza! Rotundamente, sí. Os podéis considerar alpinistas. Enhorabuena por vuestra gesta. Me he emocionado, se me ha puesto la carne de gallina y se me ha escapado alguna lagrimita.
Pero, ¿sabes lo mejor de todo, David? El Mont Blanc va a seguir ahí. Mañana, el mes que viene, el año que viene… Esperándote. Él no tiene prisa. No pienses que has perdido una batalla, simplemente os habéis conocido.
Espero con ilusión noticias del Himalaya.
Un abrazote.